martes, julio 31, 2007

1999

VI



Esther era una mujer de sesenta años que había enviudado a los treinta y dos. Su marido, un empleado ferroviario cuyo retrato de áspero bigote colgaba en la antesala de su casa, había muerto en mitad de una pelea a causa de un puntazo de cuchillo que fue directo al hígado. Desde entonces, y durante un tiempo, Esther había vivido estrechamente con la modesta pensión que le dejara el muerto, comiendo carne y frutas en la primera quincena de los meses y arroz y gelatina en la segunda. Según ella, lo que más le molestaba de esa parcial miseria en que vivía, no era tanto el hecho de no poder comprar la comida que quisiera o darse ciertos gustos cuando se le antojara; ella sentía que esa miseria (parcial, sí, pero miseria al fin) lenta y rabiosamente, como un cáncer, había ido ganando espacio y dimensión hasta abarcar todos y cada uno de los aspectos de su vida. Y eso sí, sostenía Esther, resultaba verdaderamente insoportable.
Esther se había casado a los veinticinco años con un hombre de cuarenta. En seguida el matrimonio la aburrió con su carga de ritos cotidianos, las compras a la mañana, la soledad eterna de la tarde, las vueltas por el barrio los domingos. Se había aburrido de su hombre, de su casa, de sí misma, pero también había hallado cierta delectable placidez en ese permanente aburrimiento y de hecho se acostumbró a él en seguida. Así, vivió en ese estado de sopor en el transcurso de siete largos años, años durante los cuales todas sus distracciones consistían en coquetear con el almacenero, el verdulero, el carnicero y, en fin, todo espécimen del sexo masculino que se cruzara a su paso y que tuviera al menos una pizca de eso que denominan sex-appeal. Y sin embargo nunca, y esto Esther lo subrayaba gravemente, nunca se le había ocurrido ser infiel, reconocer el cuerpo de otro hombre que no fuera el hosco, triste cónyuge que compartía su cama por las noches. Eso, obviamente, duró hasta que el triste cónyuge murió. Entonces, una increíble transformación tuvo lugar en el comportamiento clásico de Esther: en la mismísima noche del velatorio de su difunto, entrevió el hecho de entreverarse amorosamente con otros hombres como una posibilidad válida y aun necesaria. Fue como una revelación, una sapiencia que de inmediato se transformó en deseo y el deseo era tan vívido y real como un quiste en mitad de los ovarios.
Fue en esa misma madrugada de duelo cuando Esther supo que era libre, que estaba caliente, en celo y que tenía que actuar en consecuencia.
Al velatorio había asistido Pedro, un vecino de la pareja que vivía solo, con tres o cuatro gatos y dos perros. Esther y el muerto nunca lo habían tratado demasiado, mas allá de intercambiar algún saludo o un típico comentario sobre el clima al cruzarse con él en la vereda. Pedro era el típico tipo gris, esquivo, y sin otra intención en su vida, en apariencia, que la de seguir siendo esquivo, gris. Al llegar, había saludado a Esther extendiéndole una mano que a ella le pareció increíblemente fría; había pasado por la capilla ardiente, deteniéndose a mirar al muerto un rato, y luego se había mezclado entre los deudos en la sala de la casa de sepelios para sentarse finalmente en un sillón, en la punta solitaria de un sillón, muy cerca de la puerta, como para salir disparado velozmente en caso de que se sintiera muy incómodo.
Tenía unos ojos grandes y marrones que brillaban con lunática inquietud.
Esther, cuando lo vio, en medio de la obvia conmoción en que la sumergían: el muerto, sus parientes sanguíneos y políticos, las masticadas frases de ocasión, “Qué le vamos a hacer”, “No somos nada”, “Hay que seguir, Esther”, “Los buenos se van primero”; en medio de esa locura necrofílica que la rodeaba y que la estaba ahogando, Esther vio la figura de ese hombre apartado y febril sobre el sillón y se sintió de pronto atraída, prendada de su actitud nerviosa, de su imagen, y supo que lo que ella sentía ahora, o sea que iba a pasar la noche sola, era algo que ese vecino, Pedro, ese hombre acerca de quien sólo sabía que vivía a escasos metros de su casa, que se vestía con sacos de otro tiempo y que usaba zapatos mocasines, esa horrible soledad era algo que él experimentaba acaso desde siempre. Y así, sin más, se enamoró. Se enamoró de él mientras velaba al otro, al otro de quien ya hacía mucho, pero mucho, había dejado de estar enamorada.
Esa noche, Esther se había permitido la posibilidad de conocer a Pedro y ahora vivía con él, ya para siempre.
Pero Pedro tenía un defecto grave: era poeta (o eso al menos era lo que él decía que era) y el trabajo le causaba alergia, angustia, comezón. Cuando Esther, la noche misma del velatorio de su marido, le preguntó de qué vivía, Pedro impuso una pausa, negó con la cabeza varias veces y, sin que Esther se esperara semejante reacción de su vecino, él rompió a sollozar sobre su pecho (es decir el de Esther). Sin duda los contertulios que asistían al velorio habrán pensado que, por lo menos, ese hombrecito mustio que lloraba abrazado de la viuda debía ser un gran amigo del finado, dada la angustia sorda e infinita que despedía su llanto entrecortado. Lo cierto era que Pedro tenía un tío que hasta el mes anterior le había girado una mínima cantidad de dinero mes a mes, pero con el último giro había llegado un sobre que contenía una carta lapidaria: en ella el tío decía que su situación económica se había agravado y que lamentablemente el giro mensual iba a quedar suspendido por tiempo indeterminado. Pedro ya no tenía comida, ni para él ni para sus animales, y debía dos meses de alquiler. La conclusión que narró Pedro entre lágrimas era que había ido al velatorio sólo con la finalidad de comer algo y garronear, en lo posible, algún café.
La sorpresa que esta declaración produjo a Esther no fue menor que la piedad maternal que ese hombrecito gris le provocaba.
-Esta misma noche –le confió a Pedro al oído- usted va a venir a cenar conmigo.
Pedro la miró asustado, con su cara de ratón avieso a centímetros escasos de la de ella.
-Y no me diga nada –dijo Esther-. Lo espero a las ocho y media.
Acto seguido, Esther abrió su cartera negra (pues negra era la cartera, así como su vestido, como correspondía a la viuda que ahora era) y anduvo en ella un rato con los dedos. Pedro no entendió qué era lo que esa mujer pretendía cuando ella deslizó una mano subrepticia en el bolsillo derecho de su saco.
-Ahora váyase –le dijo Esther en un susurro-. Y recuerde: esta noche, ocho y media. En punto. Vivo en el número 3430, departamento G, el tercer timbre.
Cuando Pedro alcanzó por fin la calle y anduvo en la madrugada de penumbras que había sitiado toda la ciudad, recordó la mano de ella en su bolsillo y buscó en él hasta dar con un hallazgo que lo hizo estremecer: un flamante billete de cien pesos, doblado hasta lo imposible, como si Dios o el Destino hubiera puesto esa dádiva mágica en su saco.
Pedro tomó el billete, se lo acercó, doblado, a la nariz, y comprobó que del billete huía el perfume que huía del cuello de ella, ella de quien no sabía su nombre, sólo sabía que lo había abrazado, que era una mujer recientemente viuda y que vivía en el número 3430, departamento G (el tercer timbre), a unos pocos pasitos de su casa.

2 comentarios:

Teodoradorna dijo...

buena hsitoria pedro, que estheres te habran hecho regalos de amor y de dadivas, a que muerto habras tomado por asalto y bebido su cafe y usado sus pantuflas??????????
me encantó
un abrazo y gracias por la visita

Pedro Kuy dijo...

Ynsv: yo soy el agradecido.