II
El episodio de la muchacha pálida ocupó buena parte de mis pensamientos de los próximos días y semanas. Naturalmente, imaginé el contexto de su circunstancia. Ella sufría, sufría mucho y necesitaba alguien que la amara. Seguramente vivía sola con una madre o una tía a la que casi no se cruzaba en todo el día; le gustaba leer y particularmente leer poesía; acaso tenía un gato gris, pequeño, que tenía nombre de rey; Arturo, Enrique, no sé.
Pero lo que sobre todo imaginaba era nuestro próximo encuentro en una plaza. O sea, el encuentro sin duda se verificaría en el Centro de Salud Mental, pero a dos cuadras de él había una plaza. Y a mí me gustan las plazas. Ésta, en particular, era una plaza que tenía una fuente. (A veces, algunas de las moches del verano, yo llegaba a esa plaza en bicicleta, me sentaba en el borde de la fuente y me quedaba así, mirando el cielo.) Por lo que yo creía, en un futuro más bien corto, una tarde, andarían caminando por la plaza un chico con mochila y una muchacha pálida; él, en algún momento, sacaría de la mochila un papel y ella miraría al chico haciéndose la tonta. Después, el beso. Es ella quien lo besa; él siente que ese beso lo vuelve poderoso, en el papel que lleva en la mano escribió un soneto. La muchacha, esa noche, encerrada en el baño de su casa, recorre por quinceava vez los versos construidos con pueril caligrafía, los besa y los guarda en un libro que después lleva consigo a la cama.
Ese vago y posible pensamiento era, en las horas altas de la noche, un precioso alimento para mí. Y pese a que pensaba y por pensar no estaba, de algún modo, en la noche de la casa de mi vieja, esa noche se me adhería a la piel y era la vida.
La vida.
Mi vieja dormía en el living-comedor, yo en una habitación en la que había dos bibliotecas llenas y algunas pilas de libros por el piso. La casa (el departamento) contaba con otra habitación, a la que preservábamos vacía para que allí durmieran nuestros muertos. Mi abuela, principalmente. Murió cuando yo tenía dieciséis. Padeció, durante la segunda mitad de su vida, esquizofrenia y el último de sus años lo pasó básicamente sufriendo, paralizada por una hemiplejía, navegando de hospital en hospital, hasta morir. Y yo creo que si empecé este escrito fue para hablar de ella, de mi abuela.
La versión de mi vieja acerca de la enfermedad de mi abuela era que se había quedado así, y cuando mi vieja decía así quería decir esquizofrénica, por culpa de las pastillas para adelgazar, es decir que de joven mi abuela habría ingerido cantidades industriales de ese tipo de pastillas y eso le habría afectado la sesera (pero nunca mencionaba el hecho de que mi abuelo, que fue ladrón y a quien nunca conocí, era un gran hijo de puta y, quién sabe, acaso halla sido responsable, en parte, de la triste locura de mi abuela).
Releo un poco más atrás y veo que había puesto que mi plan previsto era hablar del 99. Sí, es cierto. Pero ahora descubrí que si empecé este escrito, fue para hablar de mi abuela. O sea que mi plan ahora es hablar del 99 y de mi abuela, en ese orden. Por lo tanto, olvidemos a mi abuela (que por cierto murió en el 92) y volvamos a la muchacha pálida, a la noche.
De noche, recostado en la cama boca arriba, respiraba la locura de la casa sabiendo que en cualquier momento podría aparecer mi vieja en el vano de la puerta, muñida de una botella de agua bendita, y un aluvión de gotas redentoras podría caer de pronto sobre mí. Yo no puedo explicar aquí los sobresaltos que tuve al recibir, por ejemplo, esas gotitas frías en la espalda cuando estaba durmiendo boca abajo. Era terrible. La reacción concomitante de mi parte era lógicamente una puteada, pero entonces mi vieja ya no estaba: había huido veloz a la cocina, había cerrado la puerta y yo me quedaba solo, con una mano alzada hacia la nada, congelada en el gesto de putear, mordiéndome los labios, iracundo.
Y es que, ¿qué podía hacerle a esa mujer, mi vieja? ¿Qué cosa podía decirle? Ella siempre transitaba esa frontera que está entre la razón y la locura. Entonces, ¿qué podía hacerle? ¿Qué cosa iría a decirle? A mí lo que me importaba era que pronto volvería a ver a la muchacha de cuya imagen me había enamorado. Lo demás (la noche, mi vieja, su locura) era una especie de larga pesadilla de la que (yo confiaba) más temprano que tarde iba a salir.
2 comentarios:
Muy bueno. La plaza, la abuela, la madre, el abuelo ladrón, la chica pálida, el gesto congelado de la puteada. En ese orden y por supuesto, en contexto. O sea, todo muy bueno en el sentido de que a mí me gustó mucho.
Un saludo.
pd: en algún lado del blog se explica por qué "entre truenos"?
Hipotermia: este blog y su título nacieron de una necesidad súbita, espontánea.
Cuando ingresé la primera entrada, pensé que sólo iban a figurar algunos textos relacionados con el mundo onírico, que todo nuevo texto iba a partir de ahí. Pero, no.
Una posible explicación del título del blog está en la primera entrada del primer día: QUE ALGUIEN MATE A ESE GATO. Pero, por otra parte, el título es tan arbitrario e irrisorio como todo lo demás que el blog contiene. Supongo que, en ese sentido, lo menos irrisorio y lo más vivo son tal vez los comentarios que me dejan. (Escasos, sí, pero muy nutritivos para mí.)
Por lo demás, acabo de cambiarle el título. Ya era hora de que lo hiciera.
Gracias.
Publicar un comentario