miércoles, julio 25, 2007

1999

V


Entonces, sucedió. La vi. Sí, así de natural: la vi. Y fue tan adecuada su figura recorriendo un sendero de la plaza, estaba tan cargada de contexto, tan corpórea debajo de las copas de los ficus plagados de palomas, que a mí me pareció increíble y hube de incorporarme bruscamente para corroborar que, sí, en efecto, se trataba de Ella y no de otra. Giré la cabeza para mirar a Leo, para encontrar una mirada cómplice, alguien a quien contarle que ahí estaba, caminando y llevando su morral, delgadísima dentro de un vestido que era como un heraldo del verano, era un vestido corto, blanco, y se alejaba. Y como Leo ahora tenía los ojos entrecerrados, decidí dejarlo ahí, tirado, le dije: “En seguida vengo” y me puse de pie de un solo salto.
Eché a correr por el césped de la plaza, llegué al sendero y ahora trotaba hasta llegar a Ella que se había detenido en una esquina, esperando a que cesara el tránsito, el semáforo cambiara de color y la calle se despejara finalmente para poder cruzarla y alejarse, de mí, de mi mirada, de mi vida.
Aminoré la marcha hasta que estuve a un metro de distancia, un par de pasos, ahora prácticamente le tocaba con el confín de la nariz el pelo y no pude evitar estremecerme al sentir la fragancia de su cuerpo. Vi que tenía una hebilla ovoide, rosa, en la parte superior de la cabeza. Y me quedé prendado de esa hebilla.
A veces, el universo parece concentrarse en un punto preciso del espacio y todo lo que uno puede pensar, desear o presentir guarda un vínculo estrecho y distintivo con ese punto en el que nos fijamos. Así, al mirar la hebilla, yo puedo asegurar que estaba viendo (o pensando o deseando, presintiendo) la vivencia común que iba a existir entre esa chica y yo, en un futuro que (lo presentía) podía calificarse de inmediato. Pronto Ella y yo andaríamos, de la mano, andando un piso pétreo y desigual, a la vera de un lago de Palermo. Pronto la llevaría en mi bicicleta, sentada de costado sobre el caño, a recorrer pasajes y avenidas. Una noche Ella y yo, al aire libre, haríamos el amor bajo la luna.
Podía ver de algún modo todo eso mientras veía la hebilla en su cabeza.
Entonces tuve una de mis estúpidas ocurrencias: se me ocurrió dar un soplido corto, fugaz pero potente, entre las hebras claras de su pelo. Esto era algo que yo hacía, a veces, cuando viajaba en colectivo y me tocaba estar sentado detrás de una mujer de pelo lacio; las destinatarias de tan inesperados soplidos en la nuca, reaccionaban de modos muy disímiles; la mayoría, en principio, movía un poco la cabeza hacia los lados pero no se volvía para mirarme; entonces yo insistía y soplaba nuevamente hasta que, algunas de ellas, llegaban a enojarse de verdad y una vez una mujer algo mayor, dio vuelta la cabeza de repente y me mandó sin prólogos inútiles a la mismísima concha de mi madre; ésa fue, lejos, la mejor de las reacciones obtenidas.
La mejor, hasta que di con Ella y su reacción. Porque Ella no atinó a decirme nada, tan sólo se volvió para mirarme y, al descubrir sus ojos en los míos, sentí que era la primera vez que la veía. Y Ella sonrió. Nada más eso: sonrió, pero con eso bastó para ablandarme. Le dije: “Oíme”, pero mientras hablaba su cara se deshizo, volví a ver el pelo lacio con la hebilla y en seguida el vestido que cruzaba, Ella ya estaba enfrente, caminaba y desaparecía entre la gente. No podía permitir que se alejara, que huyera así, sin más, luego de haber estado tantas noches en otro mundo onírico con ella. Salí como una bala, esquivé un auto y gracias a que un colectivo frenó en seco hoy puedo estar acá contando esto. Ella ya andaba por mitad de cuadra y creo que en dos, apenas, o tres saltos estuve ahí a su lado nuevamente. “Esta vez –pensé- no se me va a escapar así no más” y la tomé del hombro con firmeza. La atónita expresión de su carita, cuando giró, para mirarme, la cabeza, me hizo dudar de pronto de todas las certezas de mi vida.
-Oíme, por favor –fue lo que pude decir, mientras la mano que había estado en su hombro, caía, como un emblema, a mi costado-. Necesito tu nombre. Tu nombre.
Y Ella, sin que ese halo lustral de incertidumbre abandonara el sitio de su cara, dijo:
-Laura.
(Imagino que un esbozo de sonrisa aún persistía en su boca. Lo imagino.)
-Laura, yo te busqué durante tanto tiempo. Si supieras… Mirá.
Y aquí metí la mano en el bolsillo del pantalón en el que estaba el lápiz desde que ella, esa vez, en el Centro de salud Mental, me lo había dado, y lo puse ante sus ojos como un hecho.
-Es tuyo ¿no?
Laura miró mi mano alzada, trémula, el lápiz en la palma como un signo, y asintió, sin hablar, con la cabeza.
-¿Ves? –dije, como si la simple presencia de ese lápiz lo explicara todo: mi soplido en la nuca, mi carrera, la crispación de aquella mano ansiosa que había asido la carne de su hombro…- Yo te vengo siguiendo desde siempre. Pienso en vos…
-Ahora me tengo que ir –me dijo Laura.
-¿Vas a ir al Centro de Salud Mental?
-El viernes. Voy los viernes –dijo.
-Bueno. El viernes voy a estar ahí, si vos querés.
Laura esta vez no dijo nada pero hizo algo que fue toda una respuesta: me sonrió, otra vez, aunque ahora franca y abiertamente, fraguando esa sonrisa para mí. De inmediato dio media vuelta y empezó a alejarse. Ella ya estaba lejos cuando advertí que el lápiz aún estaba en la palma de mi mano.
-¡Laura –grité-, el lápiz!
-¡Guardámelo hasta el viernes! –gritó ella y prorrumpió en una amplia carcajada que me dejó pensando todo el día. ¿Se había reído, de esa manera, aguijoneada por una emoción noble, corroborando, por decirlo así, la cita que teníamos el viernes? ¿O, por el contrario (¡no, pero esto que pensaba era terrible, no podía ser por esto!), su carcajada había sido de desprecio, se reía mofándose de mí, de mí, que la corría atolondrado por la calle, que le agarraba el hombro y le pedía su nombre y que luego, por toda explicación, sacaba un lapicito del bolsillo y lo blandía ante ella como un símbolo? ¿Se había reído de mí? ¿Se había burlado?
La respuesta a ese interrogante no la encontré en la calle, ni en los autos ni en las palomas de la plaza. El mundo debía seguir su curso ciego, el orden inmutable del que tanto Leo como yo éramos partícipes. Y sin embargo, al volver a Leo, mientras cruzaba la plaza con las manos hundidas en los bolsillos de mi jean, yo sabía, con la seguridad con que ahora sé que late mi corazón y soy humano, sabía que algo fundamental había ocurrido. Laura era el tiempo de la buena nueva, el pacto de la alianza, el círculo. Ahora sabía su nombre y barruntaba: “Francisco Luis Bernárdez, nunca leí ese libro pero te admiro sólo por su título: ¿qué sucedía en la ciudad sin Laura?”
Leo estaba sentado, mirando torpemente la avenida, en el borde de piedra de la fuente. Me paré frente a él. Alcé las cejas.
-¿Adónde fuiste? –dijo.
-Necesitaba caminar. ¿Y vos? ¿Qué estás haciendo?
-Nada. Lo que se dice nada. ¿Vamos?
-Vamos.
Leo se levantó y, al caminar, noté que se había ido hacia otro lado, que su cabeza estaba en otra cosa. La presencia de Laura en ese día, en ese mediodía que ahora entraba en las primeras horas de la tarde, de algún modo indirecto u osmótico, había afectado también el proceder de Leo y ahora Leo era parte del influjo que Laura, su mirada, y su risa fatal y su vestido, la hebilla de su pelo y su morral, irradiaban en torno de mi vida trastocando los seres y las cosas.
Y como no tenía sentido seguir pensando en ella, cuando Leo mencionó la posibilidad de ir a la casa de Esther, confié secretamente en el criterio vicioso de mi amigo y agradecí a mi alma la existencia de aquella alternativa: Esther, la tía de Leo, la puta.

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