jueves, julio 12, 2007

1999

IV



Salir a caminar con Leo me gustaba. En esa época yo estaba un poco fóbico y me costaba salir solo a la calle. Pero con Leo era todo diferente. Él aceptaba de manera natural mis mañas y mis cuitas y no me hacía demasiadas preguntas cuando afloraba algún rasgo de mi carácter excéntrico. Lo aceptaba, simplemente, como uno acepta la lluvia en un día húmedo o la melancolía en un domingo. En realidad, él todo o casi todo lo tomaba así y no se molestaba demasiado por dar vueltas los seres o las cosas. Yo, en cambio, siempre estaba buscando la Verdad revolviendo entre líquenes y piedras, hundiéndome en el fango de la Historia y las más de las veces era en vano; me quedaba parado en una pierna, abrazando con versos a un pasado repleto de dolencias desleídas.
Le propuse a Leo que fuéramos a fumar a la plaza de la fuente y él aceptó gustoso. Y como la plaza de la fuente estaba sólo a dos cuadras del Centro de Salud Mental, vi una buena ocasión para pasar y ver si estaba Ella, aquella cuyo nombre no sabía pero que ya habitaba en mi interior e informaba mis noches de futuro.
Cuando llegamos a la puerta Leo dijo:
-Yo ahí no entro.
-Bueno, esperame acá.
Entré, recorrí con paciencia los pasillos, atento a divisar entre la fauna la figura de Ella, pero no. No estaba. Pasé ante la puerta de la oficina de la mujer obesa; tuve la tentación de entrar, de entrar y de decirle algo doliente, de putearla, pero pensé que si quería hallar a Ella tendría que volver un día y no iba a ser agradable cruzarme con la gorda luego de haberla puteado. En fin, la cuestión era que Ella no estaba y ahora una desazón secreta y fría se abría paso a través de mis entrañas. No lo quise admitir ante Leo, pero la circunstancia de no haber encontrado a esa muchacha era como una mancha en la mañana.
Caminamos las dos cuadras en silencio, llegamos a la plaza y nos sentamos en el borde de piedra de la fuente mirando hacia la avenida, inquieta y turbadora en esa hora contaminada de un rumor de autos.
-No te pongas así, che –me dijo Leo, aunque yo no había hablado en absoluto acerca de mi decepción. Pero Leo me conocía demasiado-. Ya la vas a encontrar. Esperá un poco. Tenés que tener paciencia.
Hice un gesto con las manos y la boca como diciendo: “Ya sé, no importa, no tenés por qué decirme nada”, pero me traicioné al decir:
-Necesitaba verla, Leo. Estaba segurísimo de que hoy la iba a encontrar.
-¿Por qué?
-¿Por qué estaba segurísimo? No sé. Pero te juro que estaba segurísimo.
-Che, cambiando de tema, ¿te parece que da para fumar?
Miré en torno girando la cabeza y Leo tenía razón: había demasiada gente, pero ningún policía.
-No sé, yo creo que sí –dije.
Leo empezó a asentir con la cabeza y le pasé el encendedor.
Encendió el porro y le dio una larga, apasionante pitada, alzó las cejas mirándome e indicándome así que estaba rico y, por segunda vez en ese día, sonrió. Largó el humo haciendo sssssss… entre los dientes y volvió a succionar, esta vez con más calma, más despacio. Ahora todo lo que hacía era mirarme, me miraba y ni siquiera parpadeaba y yo sabía que de un momento a otro iba a sacar el tema de su talento creativo, sus escritos, pues siempre se ponía a hablar de eso cuando fumábamos. Volvió a largar el humo, esta vez por la nariz y echando la cabeza para atrás; ahí se quedó, un rato, contemplando aparentemente el cielo. A esa altura, le iba a pedir que me pasara el porro, cuando dio muestras de que se estaba relajando, ya que, directamente, se acostó sobre el declive de piedra, me dijo: “Acostate” y volvió a succionar con parsimonia el porro que cada vez era más chico.
Yo no quise acostarme porque pensé que estábamos demasiado expuestos, fumando marihuana ahí, apostados en el borde de la fuente, al mediodía, rodeados de ese universo urbano pletórico de gente.
Por fin, Leo me pasó el porro y empecé a fumar. Estaba rico, era cierto. A veces Leo traía una marihuana que resultaba áspera a la garganta, pero ésta era suave, meliflua y uno podía saborear el humo aplastándolo, haciéndolo bailar un vals armónico entre el filo convexo de la lengua y la concavidad del paladar. Me quedé así, sentado mientras mi amigo descansaba, dándole algunos besos a ese porro hasta que oí, distinta, lejanamente, la voz de Leo que preguntaba de modo previsible:
-Nico, ¿vos creés que tengo talento, yo?
Él, no sé por qué, aunque en parte lo sé, me había tomado por chamán, por guía, por maestro, cuando todo lo que yo había hecho era pasarle algunos libros aunque sin la menor esperanza de que los leyera. No obstante mi desconfianza, Leo leyó ese primer par de libros que le di y luego los comentamos largamente en tardes matizadas por el mate dulce y música de los Beatles o Beethoven. Esos primeros libros que le di, eran: El lobo estepario, de Herman Hesse y las entrañables Cartas a un joven poeta de Rilke. Leo confesó sentirse “plenamente identificado” con el protagonista de la novela de Hesse y, por otra parte, dijo que ciertos tópicos que Rilke abordaba en sus cartas tales como el amor, la soledad, la sexualidad y el juicio para estimar el propio talento (Leo tenía una obsesión con el talento) lo tocaban “muy de cerca”. Desde luego, esa empatía con la literatura nos unió y desde que mi amigo me devolvió esos dos primeros libros sembrando nuestra amistad de comentarios respecto de lo que en ellos se decía, empecé a verlo con ojos diferentes. Hasta entonces, Leo había sido un partenaire ocasional, para mí, alguien con cuya simple compañía los días aciagos y su desarrollo no eran tan graves como parecían. Pero a partir de esa pasión común, los libros, la escritura, un nuevo Leo aparecía ante mí mandándome y demandándome respeto.
-Nico, ¿tengo talento yo? –seguía diciendo desde abajo Leo.
Lo cierto fue que empecé a compartir con él mis libros, mis gustos en materia de libros. Lo segundo que le di para leer fue Cien años de soledad. Recuerdo que, al darle el grueso volumen, dije: “Es uno de mis tesoros. Cuidalo. Son cien años, pero me conformo con que leas cincuenta”. Sí, sí, yo sé que me ponía en una posición de mierda, de sabiondo, pero me encantaba guiar a Leo por un terreno en el que yo me había tenido que abrir paso a los ponchazos. Y esto lo digo porque supongo que si alguien, en mi temprana adolescencia o incluso mi pubertad, me hubiera puesto ciertos libros en la mano, mi vida sin duda hubiera sido más feliz, menos insoportable, más artística.
-Nico, creo que no tengo talento.
Ahora su voz se oía como una letanía. Distante y monocorde, el aire traía mi nombre: “Nico…” “Nico…” “…yo… no tengo talento…”.
Finalmente también terminé acostándome.
-Leo
-Qué.
-Qué rico fazo.
Él no me contestó, pero alzó su mano izquierda y me dio dos, tres, cuatro palmadas de amor en la cabeza.

8 comentarios:

anais dijo...

HOLA, PEDRO!
Aqu{i he vuelto, superadas las cuestiones t{ecnicas!

Si querés ser un ATREVIDO POR COSTUMBRE es muy, pero muy fácil: solo hay que tener las ganas, e ir a los ensayos. En Invierno, no se ensaya por cuestiones climáticas (la murga ensaya en la calle, y el frío es como muy poco acogedor) y la banda... bueno, retoma cuando arranca la murga. Si querés, te aviso cuando empecemos a ensayar. Esta canción ya no se hace, porque quedó como un poco desactualizada (las críticas tienen vida "útil" y fecha de prescripción) y porque su autor falleció hace unos días. Pero siempre hay canciones nuevas, y también viejas. Buscá en EL MUNDO..., hay varios videos atrevidos.

Bueno, te dejo.
Me voy a poner al día con la lectura...

Pedro Kuy dijo...

Gracias, Anais. Me encantaría ser un ATREVIDO POR COSTUMBRE, para ver qué se siente, no?
Dale, avisame cuando empiecen los ensayos.
El hecho de cantar, de llevar el compás, de formar parte de un aquelarre artístico, es grande.
Nos leemos.
un beso

betina dijo...

qué buena situación. me gustó!
sigo pispeando, pedro.
hasta pronto.

Pedro Kuy dijo...

A tus órdenes, Betina. Nos leemos.

Nora Fiñuken dijo...

hola, que buen texto, cuantas sensaciones!!! saludos, Nora

anais dijo...

Me gustó eso de "aquelarre artístico"...
Me parece muy pertinente para la Murga Porteña. En ella, todos/as tienen lugar. No importa lo que hagas, no importa lo que seas. En ella, siempre hay algo para hacer... Y, esa mezcla tan rara, es realmente un "aquelarre".

Darío dijo...

jaja... me gustó eso de las palmadas con amor en la cabeza, buen cierre.

breton dijo...

Muy bueno, nítido, voy a seguir leyendo esta historia.