miércoles, diciembre 19, 2007

VIEJOS MUEBLES

Con cada día que pasa
siento que estoy más lejos
de aquellos muebles viejos
de mi casa.

Había dos bibliotecas
en esa habitación.
Recordás mis jaquecas,
corazón?

Como pasaba el día
leyendo, en la penumbra,
buscando la poesía,
la que alumbra,

en un momento dado
a mi cabeza entraba
el mundo desmayado
y estallaba.

Entonces me tiraba
de espaldas en el suelo
y el suelo me quemaba
como hielo.

Podía pasar cien años
en ese estado, quieto,
palpando los peldaños
de un soneto.

(Mi vida no tenía
ningún otro sentido
más que ir tras la poesía
sorprendido.)

Hoy, en cambio, no puedo
echarme sin temblar:
sólo pienso en el miedo
y en el mar.

UN MINUTO EN EL CYBER

Claro. Tuve que empezar a caminar por las calles soleadas, temprano a la mañana. Tuve que entrar. Meterme en un cyber y pedir una máquina. tuve que abrir el Internet Explorer, teclear algunas letras y así verificar que sigo ahí, que existe un Pedro Kuy que se dedica básicamente a escribir, ya sea de forma práctica o virtual, porque suele sucederme que escribo mientras voy en bicicleta, mientras hablo con alguien, mientras río. Pero de todos modos necesito constatar que existe Kuy, este Kuy que se cuelga de una máquina y encuentra una razón de ser en las palabras, las ordena; ejecuta con ellas un trabajo que a veces es prudente en demasía. Otras veces, en cambio, parece no importarle un pito el orden lógico que esas palabras deben guardar para que todo esto no sea más que una guirnalda que le cuelgo del cuello a la mañana, un signo de pregunta que me abrasa, un síntoma del son, una falacia.

lunes, diciembre 10, 2007

LA MUDANZA

Si alguien le hubiera dicho que, en unos meses, iba a estar atendiendo un kiosco, viviendo prácticamente todo el día en el trasfondo del kiosco, sentado ante la PC, elaborando crónicas inútiles, crónicas referidas a su experiencia cotidiana, a Zárate, al trato con la gente zarateña, los vecinos del kiosco, los clientes, la numerosa familia de su novia; si alguien, un tiempo atrás, le hubiera dicho que iba a pasar así sus tardes y sus noches, él, al oír aquello, se hubiera sorprendido demasiado.
Pero no. Nadie se lo había adelantado, sencillamente sucedió de pronto. Una noche, al volver del trabajo, su novia recibió una llamada telefónica, habló durante unos veinte minutos mientras él la miraba indiferente, como un mudo testigo de la realidad, un testigo que parecía no querer hacer nada para intervenir en ella, y cuando al fin Clara colgó, él supo que ella lo había dispuesto todo para que partieran a Zárate en no más de cuarenta y ocho horas.
Era cierto que Clara lo había interrogado respecto del viaje. Le había dicho:
-Le digo a mi mamá que compre el kiosco?
Y también era cierto que el había contestado:
-Sí.
Pero había dicho Sí como quien dice No, no se había detenido a meditarlo; de pronto, mientras Clara le hablaba, él sintió o entrevió, como en un fogonazo, la imagen de un hombre sentado en la trastienda de un kiosquito, pegado al monitor de la PC, escuchando de fondo Para Elisa, escribiendo, escribiendo en tanto afuera cae la lluvia, interrumpiendo a veces la escritura porque alguien toca el timbre y hay que salir a vender un Philip Morris de 10 o un Baggio de manzana, ese tipo de artículos y cosas que las gentes procuran en los kioscos (suburbanos o no) de Buenos Aires.
Pero, qué había de él, de él, de ese él que era él cuando escribía, cuando dejaba aflorar, al escribir, su parte, su perfume más sincero. Eso no lo sabía, porque ahora estaba oyendo hablar a Clara que le hablaba de planes y proyectos, de una vida en común, de cosas prácticas, y mientras las palabras de Clara iban formando aureolas de color en el ambiente, decorando el devenir cercano de un florido futuro promisorio, él sólo podía pensar en las palabras, en las palabras que podría escribir sentado en la trastienda del kiosquito, pegado a la PC, rumiando solo.
O sea: solo.
Solo.
Como siempre.
(Aunque el reptil tenaz de la escritura se colara entre todos esos verbos, tensando la canción de la mudanza, arrumbando los muebles y las cajas rebosantes de libros y sartenes, durmiendo entre las bolsas de consorcio repletas de bombachas y cuadernos, respirando entre todas esas cosas que aparecen de pronto en las mudanzas y que uno creía perdidas para siempre: un librito de Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo, que reúne su obra poética completa, un soneto ancestral que habla de Dios (o de dios, como quieras), unas cuantas revistas pornográficas, una flauta marrón y blanca, dulce, con estuche, una foto de un chico en el zoológico, en Junín, se trata de una foto en blanco y negro y el chico está sentado entre su madre y un tipo llamado Gustavo, que era entonces la pareja de mi vieja, es decir de esa mujer hermosa, de blusa blanca y pantalón con patas de elefante, anchos en los tobillos, como se usaban antes, que era la madre atenta, cuidadosa, de ese chico que fui; en fin, esas cosas extrañas pero propias que el trajín de la mudanza exhuma, las devuelve a la luz, las incorpora al mundo cotidiano. Y el mundo cotidiano ahora es acá, transcurre en Zárate, en un kiosco o mejor: en su trastienda, mientras suena de fondo Para Elisa y yo no hago otra cosa que escribir.)

sábado, noviembre 24, 2007

ZÀRATE

Andando en la costanera,
sobre la moto, sin mí,
quimera de mi quimera,
no sé qué zárate vi.

Como si estuviera afuera
de la ciudad que elegí,
me consumí en mi ceguera,
no sé qué Zárate vi.

Anduve calles y nombres
y por andar, me perdí,
un ánima entre los hombres,
no sé qué Zárate vi.

Lo bueno es que exista un río
que me permita, eso sí,
pensar en el mar, el mío,
el que anda dentro de mí.

Por ese mar codiciado
paseaba, viviendo aquí.
Dormía el río a mi lado...
Yo ya no sé lo que vi.

sábado, noviembre 17, 2007

Nada.

La mañana. La ducha. El gato entra en el baño. Maulla mientras me mira. Qué pasa, gato. Cierro los grifos y me seco. Me pongo el corazoncillo, una remera, levanto la persiana y miro afuera. Vivo en el cuarto piso de un edificio coqueto, uno de los tres o cuatro edificios altos que debe haber en Zárate. No sé. Ahí está la ciudad con sus casitas, los patios matinales, mucho verde, la línea azul del río, hacia el final, donde el agua se junta con cielo...
Paloma no está conmigo. Mañana, para encontrarme con ella, debo tomar el Chevallier (o como diablos sea que se escriba) hasta Once. Una hora y media de viaje, más o menos, dependiendo del tránsito en la ruta, del chofer.
Desde que vine, Paloma pasa conmigo tres o cuatro días por semana. Vamos a andar en moto, cantando histriónicamente mientras el viento nos cachetea. Gritamos mientras vamos en el aire, al azar de las calles zarateñas. El otro día, fuimos a la costanera, dejamos la moto en el pasto y nos pusimos a tirar piedras al río.
-Sabés hacer sapito? -le pregunté.
-No.
Me agaché, seleccioné un par de piedras romas de entre las piedras del suelo y las tiré sobre la superficie del agua procurando que las piedras rebotaran, que rebotaran en el agua un par de veces, antes de hundirse definitivamente.
No sé, esto lo cuento ahora pero más me gustaría dibujarlo. Si pudiera (si supiera) haría una pintura al óleo con ese motivo: un hombre, una niña, un cielo de color púrpura y el río. En el aire, un leve punto difuso sería la piedra cayendo.
Tal vez, si llegara a pintar ese cuadro alguna vez, algún ocasional espectador podría formularse esta pregunta, al verlo:
-Por qué siento que está cargado de tristeza, el hombre junto a la niña? Qué le pasa a ese hombre? Por qué sufre?


Qué bárbaro. Creo que ya no puedo escribir nada.

viernes, noviembre 02, 2007

ZÁRATE

Señoras y señores, eventuales paseantes, internautas: se confirmó, es un hecho: me voy a vivir a Zárate. OOOOOOHHHHHHHH!!!!!!!!! Y ahora? No sé. Va a haber una cantidad de cosas nuevas para mí, para estos ojos miopes inundados de ciudad, de asfalto. Tengo el secreto deseo de que en Zárate exista un mundo paralelo, un tiempo diferente, un oasis. Cada mudanza es una muerte. O sea: agonizo; en cuanto vea que empiezo a renacer, este espacio se va a llenar de Zárate y a su vez Zárate se llenará de mí, supongo.
En fin, vamos a ver.

domingo, octubre 28, 2007

MISANTROPÍA

El hombre al que más odiaba se había mudado al departamento de al lado, ahora era su vecino. El día que se encontraran en el pasillo, el debería matarlo, a menos que fuera su vecino quien lo matara a él. De noche, sentado en el inodoro, mientras cagaba, se oía en su baño, ahí, a su lado, la voz del odiado. Evidentemente, la pared del baño era muy fina: dejaba pasar muy fácilmente la voz que lo enceguecía. No había nada que lo hiciera sufrir más, nada que le causara tanta vergüenza de sí mismo.Pero eso no era lo peor. Lo peor era que su vecino no lo conocía.

martes, octubre 23, 2007

INCLINO MI CABEZA

Inclino mi cabeza para pensar el día
Detestados rincones de razón
con luz espúrea y amorosa muerte
los entreabro
palpita el entretiempo de mi espera
mi entrelazado son y su instrumento
mi entrepierna también
se purifican

Acometo y agobio mis ideas
las asalto
casi a paso de preso en el espacio
que delimita el sol en el sangrado
y consagrado piso de la celda

Mi corazón se inclina mi cabeza
se inclina el instrumento
de mi amorosa muerte se desata

casi a paso de preso me persigo
permanezco un instante en el espacio
que delimita el son desconocido

Ah pensamiento amor sin tu artificio
qué quedaría del ser en que persisto?

miércoles, octubre 17, 2007

DACTILOGRAFÍA

No está mal, no?, que un blog me acompañe, a manera de diario. El punto es que siento que todo lo que escribo es un fiasco. Pienso en mandar el blog a la concha de su madre, deshacerme de él, suprimirlo, pero necesito un instante nada más para entender que, de hacerlo, de todos modos seguiría escribiendo en cuadernos que luego van llenar cajas que luego habrá que guardar en lo alto del placard, bien atrás, para que no jodan cuando uno busca otra cosa.
Entonces? Qué? Entonces prefiero almacenar esto virtualmente, aunque lamento y extraño el acto mecánico de escribir a mano. Pienso que (y esto se me está ocurriendo ahora) el hecho de escribir en un teclado me obliga a pensar más en lo que escribo; en cambio la escritura manuscrita guarda una relación directa con ese yo que no soy yo, o en todo caso que es mi yo más instintivo; con ese yo que surge, cuando escribo, y también guarda relación con lo anterior, con el pasado (porque uno aprende a escribir a mano a partir de los tres o cuatro años y ésa es, junto con el dibujo, una de las primeras herramientas que uno encuentra para indagarse, pensarse, conocerse, en cambio en mi caso el aprendizaje del manejo de un teclado comenzó a los quince o dieciséis años en un curso de dactilografía que dictaba un hombre gordo llamado Cortegoso. Ese hombre tenía un cargo, en el colegio al que yo asistía, cargo cuyo nombre siempre me pareció curioso: Prefecto de disciplina. En ese entonces yo no sabía muy bien lo que era un prefecto –ahora tampoco lo sé con certeza, pero voy al diccionario y ahí aparecen floridas definiciones- y me gustaba repetir en soledad las tres palabras: “Prefecto de disciplina”, “Prefecto”, porque, sin dejar de sentirlo de manera irónica, para mí el nombre tenía algo de título nobiliario, algo de extraño, algo que yo de algún modo agradecía porque era un condimento más que aderezaba el día).
Ahí aparece ese yo del que hablo más arriba. Comienzo a escribir para hablar no sé de qué; luego, a medida que la escritura avanza, veo que quería hablar de esa idea que tuve esta mañana: suprimir el blog, deshacerme de él, pero eso de inmediato me hace pensar en mí, escribiendo en cuadernos, en papeles, y resulta bastante natural que esa imagen me lleve a hablar de la escritura misma, o sea del acto mecánico de escribir. He ahí mi tema, me digo. Lo que me obsesiona es la escritura. Pero no preví que, amparado por un paréntesis, iba a aparecer de pronto Cortegoso, el taller de dactilografía que él dictaba (para el que había que quedarse después de clases dos veces por semana) y el recuerdo que tengo de mí mismo, en esa época. Eso, ese recuerdo, lo acerca a mi escritura el yo instintivo, ese yo que necesito que aparezca, cuando escribo, porque si no, para mí, escribir, no tiene ningún sentido.
Cortegoso era obeso, como dije, se peinaba a la gomina y recuerdo que le gustaba el fútbol. Lo recuerdo por un hecho secundario. Mi compañero de banco, Mariano Biglia, intercambiaba con él videocasetes que contenían, no sé, todos los partidos de Boca del año 85, digamos (a mí nunca me interesó fervientemente el fútbol, como espectador; sí jugaba, y creo que no jugaba demasiado mal, cada vez que se armaba un partido en el colegio).
Ya no sé qué es lo que estoy contando, pero quiero decir que Cortegoso, en las clases de dactilografía, se esmeraba de corazón para lograr que nosotros aprendiéramos a poner los dedos correctamente encima de las teclas.
-A S D F G, Ñ L K J H –repetía mientras los que estábamos ahí (el curso era opcional, así que si uno estaba ahí era porque quería) llenábamos hojas y hojas de ejercicios, aporreábamos las máquinas sin pausa.
No duré un año en ese colegio. Era un colegio privado, religioso, y mi vieja ya no podía pagarlo o le costaba mucho. Pobre, mi vieja. Lo cierto es que hubo que tramitar el pase antes de fin de año y de la noche a la mañana yo me vi en el aula de un colegio estatal, con nuevos compañeros y el recuerdo, entre tantas otras cosas, de un hombre gordo llamado Cortegoso que me dijo un par de veces: “Kuy, hay que insistir, hay que insistir”. Si de algún modo, algún día, él llegara a recibir este mensaje, quiero que sepa que le estoy agradecido.

Otro día voy a seguir con ese tema, con el tema del estudio en esa época. Tal vez cuente cómo pasé, de pronto, de ser un buen estudiante que obtenía notas honrosas, a ser uno de los peores estudiantes de la clase y a encariñarme demasiado con la calle, la música de blues y el vino tinto.

lunes, octubre 15, 2007

LO FANTÁSTICO/ LA MEMORIA/ JOHN HOWELL

"Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego secreto, la guardo casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos personas diferentes hayan aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la poesía. (...) he pensado que me gustaría hablarles concretamente de literatura, de una forma de literatura: el cuento fantástico.
Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.
Si quieren un ejemplo para salir un poco de este terreno un tanto abstracto, piensen solamente en eso que utilizamos continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos va a dar las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales frente a los cuales se detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria que nos define como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió pensarlo, pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que le da la gana: sobre la cual no tenemos ningún control.
Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico, en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que posee una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las irisaciones de las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las experiencias de la vida están presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que todos nosotros seamos como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella quiere.
Para completar el ejemplo si cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su memoria activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los que de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de ser un músico profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silbar ese tema y, sin embargo, si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga el disco con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo continuará. Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos, conocemos ese tema porque lo hemos escuchado muchas veces, pero activamente, positivamente, no podemos extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo que hemos visto, oído, vivido.
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo que ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una de las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como Francia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en la Argentina... ha habido esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través del cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la literatura moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho menos conocido.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
(...) Elijo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya historia, resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto, las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en el momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a veces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.
Si les he contado muy mal este cuento es porque me parece que refleja suficientemente la inversión de valores, la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en mi vida propia.
Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos banal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell”. ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que me hagan."
FIN JULIO CORTAZAR

sábado, octubre 13, 2007

EL HOMBRE QUE IMAGINA

Las imágenes frágiles, los días
desprovistos de amor, deshabitados
son las casas precarias y vacías
en las que vivo tiempos incontados.

En ellas, en las casas, me adormezco
y en cada habitación busco un abrigo
que no me desagrade; que merezco
tan sólo por querer estar conmigo.

Así voy descubriendo, mientras pasa
la vida, sin que yo repare en ella,
a cada paso una incesante casa
que guarda el recorrido de mi huella.

Y en cada habitación hay una espera
y en cada espera un hombre que imagina
que todo lo que es mágico termina
y agota por lo tanto mi quimera.

Y de pronto es así, desaparezco:
las frágiles imágenes, las cosas
que obraban esas casas prodigiosas
son algo que no soy,que no merezco.

Ya no merezco ser porque no quiero
toparme con el hombre que me espera
en cada habitación. (A su manera
ese hombre es mi solaz y mi loquero.)

Cómo puedo evitarlo? Cómo puedo
hacer que también él desaparezca?
Lo ignoro; él es el límite del miedo
que hace que en cada casa me adormezca.

viernes, octubre 12, 2007

ESPAÑA, A FULL





Qué son esos acordes, vida mía?
(Ése es el año en el que yo nací.)
Qué pretendía Paco de Lucía
tocando esa guitarra para mí?

A LOS QUINCE AÑOS NO SE SABE MÁS





A los catorce o quince años, yo escuchaba mucho la radio, por la noche. Solía oír algún programa hasta la madrugada. Después, apagaba la radio y escribía. Y qué escribía, yo, a los catorce o quince? No sé, y eso no importa ahora.
UNa noche, tal vez echado en el suelo, a oscuras, cuando mi habitación era mi mundo, apareció en la radio esta canción, esas voces cantando en catalán. Esas voces...
Yo pensaba, a mis quince, adónde está el amor, mi amor, adónde.

No sé si ahora estoy envejeciendo o volviendo a aquella adolescencia, pero no logro escuchar esta canción sin colgarme, de nuevo, como entonces.

Me bastaban esas tres frases hechas,
que entonaba aquel trasnochado galán,
de historias de amor, sueños de poetas,
a los 31, no se sabe más.

LORCA, EN ESA VOZ

lunes, octubre 08, 2007

UN TAL ROBERTO BOLAÑO

Y para el que no quiera tanta muerte, le regalo este video de Bolaño.

Es una buena entrevista. Dura casi una hora o,

lo que es lo mismo,

un termo y medio de mate.








TEARS IN HEAVEN

Yo escuchaba esta canción con un hombre llamado Luis. Es una historia larga, que no voy a contar ahora, pero lo cierto es que ese hombre creía que era mi padre. EScuchábamos a Clapton en silencio, en la casa de Luis, mientras sus perros (tenía tres) se echaban a dormir a nuestros pies y la mujer de Luis nos preparaba mate en la cocina.
Luis me contaba que Clapton compuso el tema para su hijito muerto, su hijito que murió a los cuatro años al caerse de una ventana...
Terrible.
Desde entonces, esta canción es para mí un instrumento extraño; la escucho no sé por qué, me atrae.
Hay una extraña belleza que nace del dolor hecho sonido. Del dolor y el asombro.
Qué es lo que hace Eric Clapton?
Me hipnotiza?
Me hipnotiza esa voz,
esa música suave,
su palabra?

No lo sé.
No lo sé.

Sólo sigo escuchando

más

y más.




jueves, octubre 04, 2007

LA BÚSQUEDA*

*(El siguiente texto lo publiqué hace años en una revista y durante mucho tiempo fue algo así como mi carta de presentación. Después, me olvidé de él, pero ahora sentí ganas de postearlo.)


Me sucede en mañanas como ésta, una mañana de las últimas de marzo con sol y sin calor sobre la calle. Sucede que despierto de otro modo, enamorado de la vaguedad y del arbitrio azaroso con que acontecen los hechos, los íntimos avatares de las cosas. No sé. Es un deseo, una necesidad de andar liviano, de buscar ropa vieja en el placard, ropa que ya no uso pero que en otro tiempo usaba demasiado, tomarme luego unos quince o veinte mates y aparecer por fin en la ciudad, salir a Buenos Aires a buscar los símbolos y vestigios de una edad que ya no puede, no, ser mía de nuevo. Infancia. Salir a buscar infancia. Necesito ir en busca de mi infancia en las mañanas claras como ésta.
Sé dónde puede estar, aunque no puedo saber a ciencia cierta que en efecto va a estar ahí.
Puede estar, si la busco, en plaza Almagro, la plaza donde a los once o doce años (recuerdo que entonces iba a sexto grado) yo entraba como a un refugio luego de haberme rateado del colegio. No sé por qué lo hacía. Sólo sé que a partir de una mañana lo hice, evité ir al colegio y caminé, metido en ese blazer caluroso que mi madre meticulosamente expurgaba de pelos y pelusas, al azar por las calles de mi barrio y de modo natural fui a dar ahí, por Salguero llegué a la plaza Almagro y pisé sus diagonales y su césped, la recorrí despacio hasta aburrirme y terminé sentado en una hamaca, sumergido en un leve balanceo, sin comprender muy bien por qué era que había hecho eso, por qué había faltado a clases, pero sabiendo desde el mundo de mi alma que estaba bien así, que lo necesitaba, que precisaba hacer algo diferente y que era ésa, sí, la diferencia: ir a la plaza Almagro, al arenero de la plaza Almagro, a sentarme indolente en una hamaca, en su vaivén apenas perceptible y a contemplar el vértigo de autos que, sobre Perón y Bulnes, calles como otras tantas de mi barrio, bullían otorgando movimiento al paisaje de aquellas, mis mañanas. Ése, sí, fue mi reino durante algunos días.
Durante varios días acudí en las mañanas a la plaza Almagro, cargando con mi mochila y con mi culpa pero olvidándome de ellas a la hora de sentarme y ver los autos; fue allí, supongo, sentado en esa hamaca en movimiento en mitad del arenero aún desierto pues era muy temprano todavía para que comenzaran a inundarlo las risas y las voces de otros chicos, fue en ese sitio tal vez donde nació el poema, donde me sumergí dentro de mí por vez primera y escuché la canción, su dulce música, la endemoniadamente tentadora música que hacía que faltara, que evitara ir al mundo del colegio para permanecer dentro de mí.
Esas mañanas fueron, en conjunto, la primera ocasión en la que interrumpí la vida para empezar a estar en ella de otro modo, sumido en el vaivén de aquella hamaca, enamorado de la vaguedad, del arbitrio azaroso de los hechos, los íntimos avatares de las cosas...
Voy en busca de mí. salgo a la calle.

martes, octubre 02, 2007

PACO IBAÑEZ

No, a la gente no gusta que

un tenga su propia fe.




sábado, septiembre 29, 2007

PAPPO






Fue en febrero, en la madrugada del día 25, en el año 2005.
Yo estaba laburando en una estación de servicio, en el shop, y mi horario de entrada era a las seis de la mañana. Iba siempre al trabajo en biclicleta, salía con el tiempo más que justo, pedaleaba las treinta o cuarenta cuadras que me separaban de la estación y llegaba empapado de sudor, siempre diez o quince minutos tarde, con la consecuente circunstancia de tener que ver después al gordo que laburaba en el turno de la noche improvisando muecas estentóreas, poniendo cara de orto, aunque la cara de ese gordo ya fuera un orto de por sí, sin la necesidad de que ninguna mueca acentuara su fealdad (y si hablo así de él es solamente por esto: era una mala persona, nada más).
Bien, mis tareas al llegar consistían en recibir el traspaso (un fajo aprisionado con una bandita elástica, que contenía sendos fajitos de $100 cada uno), debía contar la guita y cerciorarme de que hubiera 900 pesos o una luca ya que ése era el monto habitual en que el traspaso consistía. Después tenía que contar los atados de cigarrillos, ver que todo estuviera limpio y por fin, sí, ponerme a tomar mate con los playeros de turno, que en su gran mayoría eran unos rufianes muy simpáticos y tenían mucha noche y mucha vida encima.
Muy bien, ese día, esa madrugada, no recuerdo si llegué tarde o temprano pero lo que sí recuerdo es que en el aparato de TV que colgaba de una pared del shop estaba puesto el canal de Crónica y había una placa grande y rabiosa en la que se leía sobre un fondo rojo: MURIÓ PAPPO o MURIÓ EL MÚSICO PAPPO o algo así. Y ahí estaba, en la ruta, el cuerpo de Norberto Napolitano ya sin vida, mientras Crónica se regodeaba haciendo unos primeros planos de la sangre que había formado un charco en torno a la cabeza.
Cuando vi eso, algo, no sé qué, dejó de tener sentido para mí. Esa fue una mañana diferente.

Se mató andando en moto, en su Harley. El nombre de la moto era Victoria.

domingo, septiembre 23, 2007

PALOMA






Ser padre, qué será.
Hoy estuve todo el día con Paloma, mi hijita de cuatro años, compartiendo esa jerga y esos juegos que solamente yo tengo con ella y que ella pone en práctica conmigo, sólo con su papá y con nadie más. Cómo lo sé, cómo sé que esas palabras que Paloma usa conmigo, ese preciso código gestual que me hace a mí saber, sólo con un mohín en sus mejillas, que ella se siente bien, o que se siente mal, que tiene hambre, o la cara de me quiero ir ya mismo de acá que me hace cada tanto en los sitios y lugares más insólitos, eso, cómo lo sé? Lo sé. Solo lo sé. Y puedo pensar ahora que a todo padre quizá le sucede lo mismo con un hijo que atraviesa el estadio de la primera infancia, pero... no. Sinceramente creo que no. Lo que sucede con Paloma es único.
Bueno, no debería hablar de eso aquí porque, desde luego, no puedo ser objetivo en absoluto a la hora de explicar sus cualidades, sus intrínsecas características, sus dones.

Mi idea original era contar que hoy fuimos a la plaza y que estuvimos ahí unas cuatro horas. Ella se puso a jugar sola en la arena con el balde, el rastrillo y la palita (los mismos que alguna vez forjaron un castillo, o el proyecto difuso de un castillo, con la arena marina, hospitalaria, de una playa especial, en Villa Gesell).
Paloma siempre es más bien solitaria a la hora de crear un universo lúdico en su entorno; a veces, incluso, la presencia de otros chicos parece hasta molestarla, en un principio. Luego se deja ser y es una niña más entre los niños que se ensucian y corren en la plaza.
Hoy, cuando llegamos, quiso que la hamacara un rato, porque si algo le gusta a Paloma es que la hamaque, que la hamaque y que, mientras la hamaco, le haga muecas, pantomimas, bromas, le cante canciones bobas y revolee lo ojos, entonces ella se ríe como si yo en verdad fuera gracioso, como si verdaderamente mis números artísticos creados en exclusiva para ella constituyeran un prodigio único, fueran la flor del humor, algo exquisito. Eso, ese reconocimiento que ella brinda, me hace crecer de pronto, me hace grande.

En realidad no puedo escribir ahora porque el ambiente en el que estoy redactando esto se ha visto súbitamente enrarecido por la llegada de alguien que, voluntaria o involuntariamente, empasta el devenir de las palabras.
No importa.

Lo cierto es que Paloma empezó a hacer un pozo en la arena y apareció de la nada un chico que, a simple vista, no podía tener más de dos años. Y bailaba. Había un banda tocando música reggae a unos veinte metros de nosotros, en una de las esquinas de la plaza, y el pibe bailaba al compás de la música de un modo inevitablemente cómico. Me preguntó si podía jugar con los chiches de Paloma, que estaban desperdigados por la arena. Sí, claro, dije, jueguen juntos.
Paloma estaba llenando un balde con arena y piedritas y decía que estaba haciendo la comida; el chico, que se llamaba Joel (si no le entendí mal) le quería sacar el balde para hacer no sé qué. Ahí empezaron las discusiones. Me encontré diciendo: Jueguen, jueguen un rato cada uno, mientras sentía que estaba exhalando paternidad por todos los poros de mi cuerpo. Después Joel se obsesionó con la banda de reggae y quería que fuéramos a verla. "Vamo, vamo allá" me decía. Dentro de un rato, dentro de un rato vamos, contestaba invariablemente yo mientras giraba la cabeza a diestra y a siniestra buscando establecer contacto visual con la madre invisible de Joel, o con el padre, pero ninguno de los dos aparecía. Hasta que sucedió lo del rastrillo. Tanto Paloma como Joel acudían a mí de tanto en tanto para que determinara quién de los dos debía manejar un pequeño rastrillo de plástico que, al parecer, era uno de los chiches más atractivos del conjunto de los chiches de Paloma. Yo decía, Bueno, jugá un ratito vos, Paloma, o bien, Bueno, ahora prestáselo a Joel. En una de ésas, el rastrillito lo tenía Paloma pero lo había dejado a un costado mientras juntaba arena con las manos. Entonces Joel, esta vez sin preguntarme nada ni pedirme ningún tipo de permiso, vio una oportunidad irrepetible al advertir el rastrillo abandonado, corrió hasta llegar a él y lo agarró. Paloma se dio cuenta de inmediato de la fugaz y desleal maniobra y, poniendo los brazos en jarra, miró a Joel como una tía indulgente miraría quizás a su sobrino mientras éste le roba un caramelo: sonriendo con cierta sorna, alzando mucho las cejas, como sin acertar a tomar la decisión de retarlo o bien de darle un beso.
Muy bien, en ese gesto, en esa actitud puntual, yo me reconocí, me conocí. Cabalmente. Ése era yo de chico. Pude ver a Pedrito ahí, en Paloma.

Nada más, por hoy, que ya es bastante.

miércoles, septiembre 19, 2007

ALMA

Ni las calles dormidas ni el espacio desierto
de la vieja poesía, esa loca de atar,
me devuelven tu imagen, y mis ojos han muerto
en la sombra, brillando, sin tener qué mirar.

Te busqué entre los reos y esperé entre los sabios
a que resplandeciese tu figura, tu voz,
y los trémulos nombres que te dieron mis labios
fueron más importantes que Cortázar y Dios.

Nunca estabas... "Acaso -yo pensaba contrito-
no la busco en la forma en que debiera buscar."
Y los años ancianos y el dolor infinito
no me daban tu imagen, ni tu amor, ni tu edad.

Te llamé Dios, Poesía, Musa lánguida, loca
ansia oscura del tiempo que por siempre perdí.

Pero toda palabra que escapó de mi boca
era vana: ignoraba que morabas en mí.

Hoy lo sé y sin embargo no consigo encontrarte
y han pasado los años, la cultura, el honor...
Nada tengo, Alma mía, para reconquistarte?
Ni estos versos nocturnos, ni mi agónico amor?





martes, septiembre 18, 2007

KUY SALE A CAMINAR

Estuve ausente. Durante algunos días casi no me senté ante esta máquina.
Estuve muriendo un poco, eso es lo cierto.
A veces, como me sucedió hoy, camino la ciudad y la recorro mirando sin mirar a las personas. Hay mucha gente linda y mucha gente fea. Hay demasiada gente en Buenos Aires.
Cuando voy caminando, o sea cuando paso una o dos horas caminando, siento, no sé por qué, que tengo quince años, diecisiete, siento que vuelvo a ser adolescente; me enamoro al azar de alguna chica.
Pero qué será eso que busco cuando camino?
Qué será?
No lo sé. Acaso salgo y camino porque eso me hace pensar, me ayuda a acomodar las cosas adentro de la casa que tengo en la cabeza.
Mi cabeza, mi casa, es un desorden y cuando siento que tengo que ordenarla no sé por dónde empezar. Salir a caminar quizá es como abrir las puertas y ventanas para que el aire corra por mi mente. Claro.
El año pasado yo hacía doscientas cuadras diarias de bicicleta y Taekwondo dos veces por semana. Corría por mi cabeza tanto aire que eso no daba ocasión a que ahí adentro se desordenara nada.
En cambio, ahora...
Ahora vivo abandonando empleos, yendo a entrevistas inútiles, tomando mate, mate, más mate, preguntándome qué carajo voy a hacer si necesito escribir, necesito vivir cerca del mar pero a la vez cerquita de mi hija. Necesito danzar todos los días, reír como un chimpancé, vivir, vivir.

martes, septiembre 11, 2007

VILLA GESELL

Tengo unas ganas LOCAS de irme a vivir a Villa Gesell. Si alguien tiene una idea acerca de cómo me puedo ganar la vida ahí, deposítela, por favor, a modo de comentario en donde dice toques.

lunes, septiembre 10, 2007

UNA CARTA DE BUKOWSKI (pasen por alto el canon ortográfico, porque copié y pegué de http://www.elortiba.org/bukow.html )






John William Corrington
Enero 17, 1961

Hola, Sr. Corrington:

Bien, a veces ayuda recibir cartas como la tuya.Ya son dos. Un joven de San Francisco escribió diciendome que algún día habrá quien escriba libros acerca de mi, si esto podra aydar en algo. Bueno, no estoy en busca de ayuda, o praise tampoco,y no estoy tratando de ser pesado. Pero yo solía jugar un juego conmigo mismo un juego llamado isla desierta, y mientras estaba tirado en la carcel, en la clase de arte o caminando hacia la ventanilla de diez dolares en las carreras, me preguntaba, Bukowsky, si tú estuvieras en una isla desierta, tú solo, y nunca ser encontrado excepto por pájarros y gusanos,tomarías una vara y rascarías palabras sobre la arena? Yo tenía que decir no, y por un rato esto resolvía un montón de cosas, y me dejaba seguir adelante y hacer un montón de cosas que yo no quería hacer,y me alejaba de la máquina de escribir y me ponía en el pabellón de caridad del hospital municipal, la sangre corriendo fuera de mis oidos, de mi boca y de mi culo, y ellos ahí esperando a que yo muriese, pero nada pasaba. Y cuado salía me preguntaba otra vez, Bukowsky, ¿si estuviertas en una isla desierta? y etc; y sabes, pienso que era que la sangre había abandonado mi cerebro, o algo, y yo decía sí, sí, yo tomaría una vara y rascaría palabras sobre la arena. Bueno, esto solucionaba un montón de cosas porque me permitía seguir adelante y hacer las cosas, todas las cosas que no quería hacer,y me dejaba tener la máquina de escribir también; y desde que ellos me dijeron que un trago más me mataría, ahora le he bajado a dos galones de cerveza al día.

Pero la escritura, por supuesto, cómo el matrimonio, la caída de la nieve o las llantas de los autos, no siempre perdura. Tú puedes ir a la cama el miercoles en la noche siendo un escritor y despertar el jueves por la mañana y ser otra cosa totalmente diferente. O puedes irte a la cama el miercoles por la noche siendo un plomero y despertar el jueves por la mañana siendo un escritor. Este es el mejor tipo de escritores... Muchos de ellos mueren. Claro. Por sus arduos intentos; o por otro lado, porque se vuelven famosos y todo lo que escriben es publicado y ya no tienen que buscar más. La muerte tiene muchas avenidas. Y si a pesar de todo tú dices que mi material te gusta, quiero que sepas que si se vuelve roto, no será porque trate demasiado duro o muy poco, será porque me quedado o sin cervezas o sin sanagre. Para lo que sirva, puedo permitirme esperar: Tengo mi vara y tengo mi arena.

Charles Bukowski


jueves, septiembre 06, 2007

LA VOZ

La voz de antiguas trovas de mundos medievales,
las odas y las liras labradas a su son,
qué frágil lejanía de imágenes virtuales
será la que abandone mis hábitos vocales
cuando la voz demude y acabe mi canción?

Lás pálidas efigies de las fotografías
fijadas en el margen de un tiempo y un lugar,
qué pérdida inocente de formas desvaídas,
qué frágiles visiones habitarán mis días
cuando mis ojos mueran y acabe de mirar?

Los labios temblorosos que han sido descubiertos
por labios y susurros librados al azar,
qué subitos resabios en hálitos desiertos
me invocarán buscando calor en labios muertos
cuando mi boca acabe de hablar y de besar?

Las débiles texturas que forman las facciones,
el rústico bosquejo de un gesto singular,
qué boca dilatada fingiendo diversiones,
qué pómulos, qué pieles querrán mis detecciones
cuando mis manos rotas no paren de temblar?

Los últimos aromas del humo de un sahumerio,
de un cuerpo, de un domingo, la ráfaga del mar,
qué flores en efluvio cubriendo el cementerio,
qué incógnitos perfumes huirán con su misterio
cuando conscientemente no pueda respirar?

Y qué de las vivencias que pierden mis pesares,
puesto que mi tristeza deshecha el porvenir?
Quién he de ser mañana sin tiempos ni lugares,
sin hechos, sin dolencias de breves avatares,
cuando este cuerpo ceda y acabe de vivir?

La voz de nuevas, vagas, etéreas intenciones
ritmando en un futuro mi oscuro corazón,
qué súbito comienzo creará mis sensaciones,
qué noche, qué suspenso, qué tiempo sin canciones,
cuando esa voz despierte y escuche mi canción?

martes, septiembre 04, 2007

martes, agosto 28, 2007

1999

(Lo que sigue es el capítulo séptimo de 1999. Los que quieran leer capítulos anteriores, revisen las Entradas Antiguas.)


VII


Ahora, veintiocho años después de aquella noche, Pedro prácticamente seguía siendo el mismo, vagando y vegetando por la casa, poblando papeles blancos de poesías, más cerca del universo de los objetos inanimados que del orbe de los seres vivos. La que sí había cambiado, en estos años, era ella.
Esther vivió con Pedro algunos meses compartiendo sus cuitas económicas, haciendo malabares indecibles con la pensión que le dejara su difunto para poder llegar a fin de mes, hasta que un día, hastiada, se cansó. Necesitaba otro ingreso de dinero y pedirle a Pedro que a esta altura de su vida afrontara un trabajo redituable era un acto tan poco utilitario como el de hincarse a orar en una iglesia. O esto era, al menos, lo que Esther pensaba. Asimismo, con el correr de los días, notó que convivir con Pedro era como tener una mascota. Él era un hombre extraño, sibilino, cuya voz ella casi nunca oía. Si Esther al mediodía ponía un plato en la mesa y lo llamaba, Pedro acudía expedito, se sentaban y compartían un almuerzo silencioso; si no, a él no parecía importarle demasiado, siempre más atento a recorrer de punta a punta el diccionario que a cumplimentar ciertas necesidades básicas tales como comer o asearse el cuerpo. A veces ayunaba, como un monje, alimentándose básicamente a mate, durante dos o tres días, hallando los más insólitos rincones de la casa para escribir sus versos misteriosos, hasta que aparecía en la cocina, de repente, canijo, enajenado, sepulcral, como el asceta que vuelve del desierto o el soldado que viene de la guerra y Esther entonces se ocupaba de nutrirlo. Ella lo amaba así; había aprendido que el secreto para que la convivencia fuera un éxito era tener pasiones arbitrarias, propias, y respetar las insólitas pasiones que Pedro, a su manera, ponía de manifiesto día a día.
Las pasiones de Esther, por otra parte, no eran tantas. Básicamente su pasión primera consistía en salir por la mañana a realizar las compras por el barrio y a seguir coqueteando como siempre con el almacenero, el verdulero. Pero ahora que era una viuda joven y bonita, pese a que en su casa la esperaba un hombre que era a la vez amante y una especie de hijo, Esther estaba mucho más osada: usaba vestidos cortos y ceñidos, que le estrechaban las nalgas y le apretaban los pechos; escotes pronunciados; tacos; rouge. Tardaba una hora y media en arreglarse para salir a comprar (hecho que, por lo demás, pasaba desapercibido para Pedro). Cualquiera que la hubiera visto pintándose y depilándose las cejas cuando el primer claror de la mañana asomaba en la ventana de la pieza, sin duda habría creído que esa mujer robusta de nariz aguileña se preparaba para un acontecimiento único, una reunión, un ágape, una fiesta, y no para ir a la verdulería en busca de la sólita vitualla, no tan sólo para ir al almacén a comprar la manteca, el pan, el vino.
Lo cierto era que el paseo matutino constituía para ella un placer único, y fue así hasta que en mitad de una mañana peculiarmente soleada, alguien le dijo sólo tres palabras, palabras angustiantes para Esther, que dieron vueltas luego dentro de ella como tres mariposas invisibles. Las palabras habían sido proferidas por uno de los policías que andaban por el barrio. Y a partir de ese día, nada, para la viuda, fue como antes.
El policía literalmente le había dicho:
-Esther, ¿cuánto cobrás?
Esa pregunta repercutió en ella como si fuera un golpe a la mandíbula. La sangre de su cuerpo, en un instante, afluyó hacia la cara tiñendo las mejillas. Se turbó y durante la mañana, estuvo tan dolida y apenada que no tuvo el tesón de coquetear; no se mostró jovial y positiva mientras hacía las compras: algunos raros sentimientos nuevos andaban recorriendo sus entrañas.
Ella sabía que en el barrio, en términos generales, la gente la conocía. A su vez ella conocía de vista al policía que le había lanzado el improperio, pero no recordaba haber entablado nunca una conversación con él. Eso fue lo que más la molestó. Esa inserción en su privacidad, en el tiempo de su ámbito privado, por parte de un hombre extraño que, en rigor, no tenía que haberle dicho nada. Después, cuando Esther terminó de hacer las compras correspondientes a ese día, se cuidó mucho y evitó pasar por la cuadra en la que el policía andaba vigilando; para evitarlo, tuvo que dar un rodeo absurdo y afrontar otro camino que no era el que todos los días recorría.
Esa noche, dado que Esther estaba ida, mordiéndose los pellejos de los dedos, presa de una frenética vehemencia, Pedro, que estaba tomando mate en un banquito, junto a lámpara que había cerca de la cama, interrumpió la lectura de los poemas de Vallejo (Pedro antes de dormir leía a Vallejo, en una edición vieja y derruida de Los Heraldos Negros y de Trilce, porque decía que la lectura de ese libro lo ayudaba a soñar luego con su infancia), levantó la cabeza y la miró:
-Qué pasa, Esther.
Ella se limitó a negar con la cabeza.
-Nada. No pasa nada.
-Es raro que estés así –replicó Pedro-, pensativa de noche. ¿Querés que vaya ahí, con vos?
Esther asintió en silencio y Pedro apagó la lámpara, se sacó el pantalón y entró en la cama.
-Abrazame –dijo Esther.
Pedro se acurrucó a su lado y se quedó dormido en media hora. Ella no. Ella estaba pensando. Pensaba en lo que había dicho el policía pero ya sin la vergüenza y sin la bronca que había experimentado más temprano. Ahora Esther estaba calculando, meditando. Y la pregunta que sonaba en ella y que encontraba un eco en su interior era: “¿Por qué no?” Eso: “¿Por qué no?”
Mientras Pedro dormía, soñando vaya uno a saber qué bajo la égida honda de Vallejo, Esther estaba contemplando, por primera vez en su vida, la posibilidad de ofrecer sexo, sus favores sensuales y su cuerpo, a cambio de dinero. Y lo más llamativo, para ella, era que esa posibilidad, en perspectiva, no le desagradaba en absoluto. Más bien, por el contrario, la atraía; sentía que en esa idea latía, de algún modo, la figura total de su destino, de su causa. Y eso era algo inquietante para Esther, que paseaba los ojos por el techo anegado de sombras de la pieza mientras Pedro, a su lado, desvaído, roncaba como un búfalo y hacía unas muecas curiosas con la boca.

domingo, agosto 26, 2007

LA METAMORFOSIS

Prendada del temor y la alegría,
camina por el alma la poesía,
camina por la tarde lentamente
y adormece al monarca de la mente,
pájaro sin prisión, se desespera,
se cansa y al momento se aligera,
hiende la realidad y se distiende
buscando la palabra que comprende
su nueva identidad idealizada
en la forma de un ave transformada,
ave en la dulce voz, ave en lo inerte
para que el pensamiento no despierte,
ave de la verdad y ave de vida
aligeradamente conmovida
volando sin volar en la ventana
que oscurece la tarde o la agusana,
la tarde que ha mudado sumamente
sumisa de color y de aliciente:
su aliciente secreto por ahora
es abrasar el ave voladora,
el ave que se asfixia y que se enciende
buscando la palabra que comprende
su vieja identidad enajenada
del encanto del ave idealizada,
del ave que sucumbe nuevamente
a instancias del monarca de la mente,
el monarca infeliz que yace en calma,
asesino del ánimo del alma.

jueves, agosto 23, 2007

SALINAS

Luis Salinas.


martes, agosto 21, 2007

"Ser libre absolutamente y estar al mismo tiempo sujeto al dominio de la ley, es ésta la eterna paradoja de la existencia humana, a cada momento sentida por nosotros."


Oscar Wilde, en La tragedia de mi vida (Carta a Lord Alfred Douglas)

lunes, agosto 20, 2007

UNA NOCHE SIN VOS, NI MARIHUANA

Una noche sin vos, ni marihuana,
lejos de la ilusión de la mañana,
solo en la concurrencia del silencio
leyendo un poco a Horacio y a Terencio
(al primero, en verdad, más que al segundo)
hallé de nuevo, corazón, mi mundo.
Después necesité cerrar los ojos
(y vi globos estáticos y rojos)
y respirar, tal vez, como aquel día
en que probé palabras de poesía
una lejana vez. Estuve triste
como el primer momento en que me viste
y esa mi soledad otra vez era
la preciosa prisión de mi manera
de encontrar en la trama de lo escrito
una repercusión del infinito,
un disparo en la sien, esa poesía
de la que bebe y come el alma mía.
Me sucedió de pronto, esta semana,
una noche sin vos, ni marihuana.

jueves, agosto 16, 2007

Jacques Brel

La primera vez que escuché esta canción la escuché en la radio, interpretada prodigiosamente por el Tata Cedrón. Ese día la grabé en un casette (todavía se usaban los casettes) y luego la oí a lo largo de mi adolescencia. Supe después que era de Jacques Brel, pero no había oído nunca la versión original, hasta antes de ayer, cuando la encontré de pronto mientras paseaba sin ganas por youtube.
Oh!
Desde ese momento, no consigo dejar de volver a ella, a Brel, es impresionante, es único.









"Parece que sólo nos expresamos, que hablamos únicamente de nosotros mismos,y resulta que de la vinculación profunda,de la comunidad instintiva con lo que nos rodea, creamos algo superpersonal... Este algo superpersonal es lo mejor que contiene nuestra labor creadora."


Thomas Mann, citado por Konstantin Paustovski, en el prólogo de su autobiografía.

"Todos son iguales. Odio a los abogados.Todas esas mierdas públicas acerca de la justicia y del Derecho, ese juego al que juegan y del que conocen todas las respuestas, cuando lo cierto es que son ladrones,con sus discretas facturas, y son retorcidos, arrogantes y podridos. ¿Sabes que un abogado puede escoger a la mujer que quiera de una ciudad? La gente le tiene miedo a los abogados. Son el verdadero poder en este país. Si un chico quiere llegar a ser alguien, ¿qué es lo que hace? Se va a la facultad de leyes. Nixon y Mitchell, cada uno de los Kennedy, tres cuartas partes del Congreso... ¡y se enorgullecen de ello! ¿Por qué no llega a presidente un filósofo? ¿O un doctor? Sería más adecuado. O un poeta. Un escritor, un biólogo, un tipo que dibuje comics, ¡cualquiera! No, siempre es un abogado... ¡Bastardos!"


ELIA KAZAN
Los asesinos




"ANOTANDO EN CUADERNOS QUE LA SOMBRA PERVIERTE,
FRAGMENTOS DEL COLOQUIO DEL HOMBRE CON LA MUERTE."

JUAN RODOLFO WILCOCK

miércoles, agosto 15, 2007

martes, agosto 14, 2007

LA INCREDULIDAD PRODUCE EL CÁNCER



"La fe desentumece las arterias.
La incredulidad produce el cáncer"

VINICIUS DE MORAES

jueves, agosto 09, 2007

NO ES AZAR

ESta inquietud
que rasga lo visible, desencadena el
pulso,
el corazón anciano de la noche.

No es
el azar, radar del solitario
encuentro de mis ojos con la triste
imposibilidad de la palabra, amor, la tinta azul
en la que desmorono la mirada.

Escribo. (No es azar, es
la inquietud,
la desencadenante
necesidad del corazón anciano.)

(Como un torrente de saliva seca,
un viejo
osario: así
palpita la inquietud,
la intensidad que rasga
lo visible: la tinta azul, la letra
con la que no consigo la palabra.)

Esta noche es aquí, desde mi mano,
desde mi corazón que sigue solo,
como cometa, una estelar promesa.
Esa es la patria hacia la que se abre
como una tromba gris, en aluvión
de explosivas y anímicas pavesas.
Es un hallazgo de la soledad, es aire, apenas.
Abro un boquete, un
agujero negro,
un otro lado en el que respirar
es algo más que hablar a lo invisible.

domingo, agosto 05, 2007




Hace muchos años (doce, digamos) yo iba a la biblioteca del Congreso de tarde, de madrugada o de mañana (en ese entonces, y creo que ahora también, la del Congreso era la única biblioteca en Buenos Aires abierta las 24 horas, como las casas de putas, como los ESSO shop y las remiserías). Uno llegaba a la biblioteca, dejaba el bolso en la entrada a cambio de un cartón que tenía pintado un número, entraba y revisaba en los ficheros que se alineaban en cajones largos dentro de un mueble vetusto, hasta que daba al fin con el título del libro o el autor que precisaba; lo siguiente era anotar en un papel un código y el nombre de la obra, anotarlo y dejar el papel en un cajón, cuadrado, de madera, que contenía otros papeles similares que aludían a libros. Veinte minutos después (o diez, o treinta) un hombre o una mujer llamaban por apellido a los presuntos lectores que esperábamos los libros. Cuando me llamaban a mí, que me apellido Kuy, algunos individuos me miraban, se me quedaban mirando como quien mira algo que no acaba de entender. Yo no les daba importancia porque ahora iba al encuentro de mis libros y la proximidad de la lectura me prodigaba coraje.
Me sentaba y abría La vuelta al día en 80 mundos, de Cortázar, o me sentaba y abría Confieso que he vivido o abría el libro La Urna, de Enrique Banchs. Y era hermoso, aunque lamento decirlo así, pero era hermoso.
Ahí fue donde leí de modo íntegro, a lo largo de cuatro o cinco noches, o mañanas, Linterna Mágica, el libro de memorias de Ingmar Bergman, que acaba de morir esta semana. Yo llevaba a la biblioteca siempre un cuaderno conmigo: necesitaba escribir, de tanto en tanto, mientras leía. A veces escribía impresiones propias. A veces copiaba algún fragmento de lo que leía, porque me parecía algo genial y quería guardar esas palabras.
Fue ahí donde copié el siguiente párrafo:

“Cuando vivíamos en la Villagatan solían venir músicos callejeros a tocar el piano. UN día vino una familia entera. Mi padre entró en el comedor diciendo: ‘Ya hemos vendido a Ingmar a los gitanos. Nos pagarán bastante’. Yo aullé de terror. De pronto todos se echaron a reír, mi madre me cogió en brazos, me sujetó la cabeza y me acunó suavemente. Todos se sorprendieron de que fuera tan crédulo: ‘Este niño es muy fácil de engañar, no tiene ningún sentido del humor.”

viernes, agosto 03, 2007

NUESTRO HOGAR

Alguien ha iluminado
con luz vaga
nuestras secretas páginas nocturnas.

Libros.

Hemos perdido, pues,
la intimidad
de las hojas, de las furtivas ansias, de las tristes
palabras silenciosas.

No podemos
echarnos a llorar. No podemos
quejarnos. Ya no hablamos
más: leemos

y leemos
lentamente y sin vida encegueciendo,
clausurando la voz, pero viviendo.

Es decir, ¿viviendo? ¿Verdaderamente
viviendo? Respirando
palabras, acomodando letras
en los ojos, ¿así
vivimos, verdaderamente? ¿Vivimos?

Alguien
ilumina en este instante nuestros ojos,
dedos que pasan páginas
ancianas, consumidas en luz indiscernible.

El libro nuestro hogar, nuestra atalaya,
nuestra oración el libro, nuestro esperma
y la noche
que afuera reverdece,
irrealiza el cristal de la ventana,
nos ha devuelto el tiempo, la premura,
la sentimos latir como si fuera
el propio corazón de la palabra,
su introspección, su canto.

¿Nos mentimos?

Nadie apaga la luz,
nadie lo sabe.

HABLABAS DEL DOLOR, DE DIOS, DE AYER

Y RECIÉN ACABABAS DE NACER.

martes, julio 31, 2007

1999

VI



Esther era una mujer de sesenta años que había enviudado a los treinta y dos. Su marido, un empleado ferroviario cuyo retrato de áspero bigote colgaba en la antesala de su casa, había muerto en mitad de una pelea a causa de un puntazo de cuchillo que fue directo al hígado. Desde entonces, y durante un tiempo, Esther había vivido estrechamente con la modesta pensión que le dejara el muerto, comiendo carne y frutas en la primera quincena de los meses y arroz y gelatina en la segunda. Según ella, lo que más le molestaba de esa parcial miseria en que vivía, no era tanto el hecho de no poder comprar la comida que quisiera o darse ciertos gustos cuando se le antojara; ella sentía que esa miseria (parcial, sí, pero miseria al fin) lenta y rabiosamente, como un cáncer, había ido ganando espacio y dimensión hasta abarcar todos y cada uno de los aspectos de su vida. Y eso sí, sostenía Esther, resultaba verdaderamente insoportable.
Esther se había casado a los veinticinco años con un hombre de cuarenta. En seguida el matrimonio la aburrió con su carga de ritos cotidianos, las compras a la mañana, la soledad eterna de la tarde, las vueltas por el barrio los domingos. Se había aburrido de su hombre, de su casa, de sí misma, pero también había hallado cierta delectable placidez en ese permanente aburrimiento y de hecho se acostumbró a él en seguida. Así, vivió en ese estado de sopor en el transcurso de siete largos años, años durante los cuales todas sus distracciones consistían en coquetear con el almacenero, el verdulero, el carnicero y, en fin, todo espécimen del sexo masculino que se cruzara a su paso y que tuviera al menos una pizca de eso que denominan sex-appeal. Y sin embargo nunca, y esto Esther lo subrayaba gravemente, nunca se le había ocurrido ser infiel, reconocer el cuerpo de otro hombre que no fuera el hosco, triste cónyuge que compartía su cama por las noches. Eso, obviamente, duró hasta que el triste cónyuge murió. Entonces, una increíble transformación tuvo lugar en el comportamiento clásico de Esther: en la mismísima noche del velatorio de su difunto, entrevió el hecho de entreverarse amorosamente con otros hombres como una posibilidad válida y aun necesaria. Fue como una revelación, una sapiencia que de inmediato se transformó en deseo y el deseo era tan vívido y real como un quiste en mitad de los ovarios.
Fue en esa misma madrugada de duelo cuando Esther supo que era libre, que estaba caliente, en celo y que tenía que actuar en consecuencia.
Al velatorio había asistido Pedro, un vecino de la pareja que vivía solo, con tres o cuatro gatos y dos perros. Esther y el muerto nunca lo habían tratado demasiado, mas allá de intercambiar algún saludo o un típico comentario sobre el clima al cruzarse con él en la vereda. Pedro era el típico tipo gris, esquivo, y sin otra intención en su vida, en apariencia, que la de seguir siendo esquivo, gris. Al llegar, había saludado a Esther extendiéndole una mano que a ella le pareció increíblemente fría; había pasado por la capilla ardiente, deteniéndose a mirar al muerto un rato, y luego se había mezclado entre los deudos en la sala de la casa de sepelios para sentarse finalmente en un sillón, en la punta solitaria de un sillón, muy cerca de la puerta, como para salir disparado velozmente en caso de que se sintiera muy incómodo.
Tenía unos ojos grandes y marrones que brillaban con lunática inquietud.
Esther, cuando lo vio, en medio de la obvia conmoción en que la sumergían: el muerto, sus parientes sanguíneos y políticos, las masticadas frases de ocasión, “Qué le vamos a hacer”, “No somos nada”, “Hay que seguir, Esther”, “Los buenos se van primero”; en medio de esa locura necrofílica que la rodeaba y que la estaba ahogando, Esther vio la figura de ese hombre apartado y febril sobre el sillón y se sintió de pronto atraída, prendada de su actitud nerviosa, de su imagen, y supo que lo que ella sentía ahora, o sea que iba a pasar la noche sola, era algo que ese vecino, Pedro, ese hombre acerca de quien sólo sabía que vivía a escasos metros de su casa, que se vestía con sacos de otro tiempo y que usaba zapatos mocasines, esa horrible soledad era algo que él experimentaba acaso desde siempre. Y así, sin más, se enamoró. Se enamoró de él mientras velaba al otro, al otro de quien ya hacía mucho, pero mucho, había dejado de estar enamorada.
Esa noche, Esther se había permitido la posibilidad de conocer a Pedro y ahora vivía con él, ya para siempre.
Pero Pedro tenía un defecto grave: era poeta (o eso al menos era lo que él decía que era) y el trabajo le causaba alergia, angustia, comezón. Cuando Esther, la noche misma del velatorio de su marido, le preguntó de qué vivía, Pedro impuso una pausa, negó con la cabeza varias veces y, sin que Esther se esperara semejante reacción de su vecino, él rompió a sollozar sobre su pecho (es decir el de Esther). Sin duda los contertulios que asistían al velorio habrán pensado que, por lo menos, ese hombrecito mustio que lloraba abrazado de la viuda debía ser un gran amigo del finado, dada la angustia sorda e infinita que despedía su llanto entrecortado. Lo cierto era que Pedro tenía un tío que hasta el mes anterior le había girado una mínima cantidad de dinero mes a mes, pero con el último giro había llegado un sobre que contenía una carta lapidaria: en ella el tío decía que su situación económica se había agravado y que lamentablemente el giro mensual iba a quedar suspendido por tiempo indeterminado. Pedro ya no tenía comida, ni para él ni para sus animales, y debía dos meses de alquiler. La conclusión que narró Pedro entre lágrimas era que había ido al velatorio sólo con la finalidad de comer algo y garronear, en lo posible, algún café.
La sorpresa que esta declaración produjo a Esther no fue menor que la piedad maternal que ese hombrecito gris le provocaba.
-Esta misma noche –le confió a Pedro al oído- usted va a venir a cenar conmigo.
Pedro la miró asustado, con su cara de ratón avieso a centímetros escasos de la de ella.
-Y no me diga nada –dijo Esther-. Lo espero a las ocho y media.
Acto seguido, Esther abrió su cartera negra (pues negra era la cartera, así como su vestido, como correspondía a la viuda que ahora era) y anduvo en ella un rato con los dedos. Pedro no entendió qué era lo que esa mujer pretendía cuando ella deslizó una mano subrepticia en el bolsillo derecho de su saco.
-Ahora váyase –le dijo Esther en un susurro-. Y recuerde: esta noche, ocho y media. En punto. Vivo en el número 3430, departamento G, el tercer timbre.
Cuando Pedro alcanzó por fin la calle y anduvo en la madrugada de penumbras que había sitiado toda la ciudad, recordó la mano de ella en su bolsillo y buscó en él hasta dar con un hallazgo que lo hizo estremecer: un flamante billete de cien pesos, doblado hasta lo imposible, como si Dios o el Destino hubiera puesto esa dádiva mágica en su saco.
Pedro tomó el billete, se lo acercó, doblado, a la nariz, y comprobó que del billete huía el perfume que huía del cuello de ella, ella de quien no sabía su nombre, sólo sabía que lo había abrazado, que era una mujer recientemente viuda y que vivía en el número 3430, departamento G (el tercer timbre), a unos pocos pasitos de su casa.

miércoles, julio 25, 2007

1999

V


Entonces, sucedió. La vi. Sí, así de natural: la vi. Y fue tan adecuada su figura recorriendo un sendero de la plaza, estaba tan cargada de contexto, tan corpórea debajo de las copas de los ficus plagados de palomas, que a mí me pareció increíble y hube de incorporarme bruscamente para corroborar que, sí, en efecto, se trataba de Ella y no de otra. Giré la cabeza para mirar a Leo, para encontrar una mirada cómplice, alguien a quien contarle que ahí estaba, caminando y llevando su morral, delgadísima dentro de un vestido que era como un heraldo del verano, era un vestido corto, blanco, y se alejaba. Y como Leo ahora tenía los ojos entrecerrados, decidí dejarlo ahí, tirado, le dije: “En seguida vengo” y me puse de pie de un solo salto.
Eché a correr por el césped de la plaza, llegué al sendero y ahora trotaba hasta llegar a Ella que se había detenido en una esquina, esperando a que cesara el tránsito, el semáforo cambiara de color y la calle se despejara finalmente para poder cruzarla y alejarse, de mí, de mi mirada, de mi vida.
Aminoré la marcha hasta que estuve a un metro de distancia, un par de pasos, ahora prácticamente le tocaba con el confín de la nariz el pelo y no pude evitar estremecerme al sentir la fragancia de su cuerpo. Vi que tenía una hebilla ovoide, rosa, en la parte superior de la cabeza. Y me quedé prendado de esa hebilla.
A veces, el universo parece concentrarse en un punto preciso del espacio y todo lo que uno puede pensar, desear o presentir guarda un vínculo estrecho y distintivo con ese punto en el que nos fijamos. Así, al mirar la hebilla, yo puedo asegurar que estaba viendo (o pensando o deseando, presintiendo) la vivencia común que iba a existir entre esa chica y yo, en un futuro que (lo presentía) podía calificarse de inmediato. Pronto Ella y yo andaríamos, de la mano, andando un piso pétreo y desigual, a la vera de un lago de Palermo. Pronto la llevaría en mi bicicleta, sentada de costado sobre el caño, a recorrer pasajes y avenidas. Una noche Ella y yo, al aire libre, haríamos el amor bajo la luna.
Podía ver de algún modo todo eso mientras veía la hebilla en su cabeza.
Entonces tuve una de mis estúpidas ocurrencias: se me ocurrió dar un soplido corto, fugaz pero potente, entre las hebras claras de su pelo. Esto era algo que yo hacía, a veces, cuando viajaba en colectivo y me tocaba estar sentado detrás de una mujer de pelo lacio; las destinatarias de tan inesperados soplidos en la nuca, reaccionaban de modos muy disímiles; la mayoría, en principio, movía un poco la cabeza hacia los lados pero no se volvía para mirarme; entonces yo insistía y soplaba nuevamente hasta que, algunas de ellas, llegaban a enojarse de verdad y una vez una mujer algo mayor, dio vuelta la cabeza de repente y me mandó sin prólogos inútiles a la mismísima concha de mi madre; ésa fue, lejos, la mejor de las reacciones obtenidas.
La mejor, hasta que di con Ella y su reacción. Porque Ella no atinó a decirme nada, tan sólo se volvió para mirarme y, al descubrir sus ojos en los míos, sentí que era la primera vez que la veía. Y Ella sonrió. Nada más eso: sonrió, pero con eso bastó para ablandarme. Le dije: “Oíme”, pero mientras hablaba su cara se deshizo, volví a ver el pelo lacio con la hebilla y en seguida el vestido que cruzaba, Ella ya estaba enfrente, caminaba y desaparecía entre la gente. No podía permitir que se alejara, que huyera así, sin más, luego de haber estado tantas noches en otro mundo onírico con ella. Salí como una bala, esquivé un auto y gracias a que un colectivo frenó en seco hoy puedo estar acá contando esto. Ella ya andaba por mitad de cuadra y creo que en dos, apenas, o tres saltos estuve ahí a su lado nuevamente. “Esta vez –pensé- no se me va a escapar así no más” y la tomé del hombro con firmeza. La atónita expresión de su carita, cuando giró, para mirarme, la cabeza, me hizo dudar de pronto de todas las certezas de mi vida.
-Oíme, por favor –fue lo que pude decir, mientras la mano que había estado en su hombro, caía, como un emblema, a mi costado-. Necesito tu nombre. Tu nombre.
Y Ella, sin que ese halo lustral de incertidumbre abandonara el sitio de su cara, dijo:
-Laura.
(Imagino que un esbozo de sonrisa aún persistía en su boca. Lo imagino.)
-Laura, yo te busqué durante tanto tiempo. Si supieras… Mirá.
Y aquí metí la mano en el bolsillo del pantalón en el que estaba el lápiz desde que ella, esa vez, en el Centro de salud Mental, me lo había dado, y lo puse ante sus ojos como un hecho.
-Es tuyo ¿no?
Laura miró mi mano alzada, trémula, el lápiz en la palma como un signo, y asintió, sin hablar, con la cabeza.
-¿Ves? –dije, como si la simple presencia de ese lápiz lo explicara todo: mi soplido en la nuca, mi carrera, la crispación de aquella mano ansiosa que había asido la carne de su hombro…- Yo te vengo siguiendo desde siempre. Pienso en vos…
-Ahora me tengo que ir –me dijo Laura.
-¿Vas a ir al Centro de Salud Mental?
-El viernes. Voy los viernes –dijo.
-Bueno. El viernes voy a estar ahí, si vos querés.
Laura esta vez no dijo nada pero hizo algo que fue toda una respuesta: me sonrió, otra vez, aunque ahora franca y abiertamente, fraguando esa sonrisa para mí. De inmediato dio media vuelta y empezó a alejarse. Ella ya estaba lejos cuando advertí que el lápiz aún estaba en la palma de mi mano.
-¡Laura –grité-, el lápiz!
-¡Guardámelo hasta el viernes! –gritó ella y prorrumpió en una amplia carcajada que me dejó pensando todo el día. ¿Se había reído, de esa manera, aguijoneada por una emoción noble, corroborando, por decirlo así, la cita que teníamos el viernes? ¿O, por el contrario (¡no, pero esto que pensaba era terrible, no podía ser por esto!), su carcajada había sido de desprecio, se reía mofándose de mí, de mí, que la corría atolondrado por la calle, que le agarraba el hombro y le pedía su nombre y que luego, por toda explicación, sacaba un lapicito del bolsillo y lo blandía ante ella como un símbolo? ¿Se había reído de mí? ¿Se había burlado?
La respuesta a ese interrogante no la encontré en la calle, ni en los autos ni en las palomas de la plaza. El mundo debía seguir su curso ciego, el orden inmutable del que tanto Leo como yo éramos partícipes. Y sin embargo, al volver a Leo, mientras cruzaba la plaza con las manos hundidas en los bolsillos de mi jean, yo sabía, con la seguridad con que ahora sé que late mi corazón y soy humano, sabía que algo fundamental había ocurrido. Laura era el tiempo de la buena nueva, el pacto de la alianza, el círculo. Ahora sabía su nombre y barruntaba: “Francisco Luis Bernárdez, nunca leí ese libro pero te admiro sólo por su título: ¿qué sucedía en la ciudad sin Laura?”
Leo estaba sentado, mirando torpemente la avenida, en el borde de piedra de la fuente. Me paré frente a él. Alcé las cejas.
-¿Adónde fuiste? –dijo.
-Necesitaba caminar. ¿Y vos? ¿Qué estás haciendo?
-Nada. Lo que se dice nada. ¿Vamos?
-Vamos.
Leo se levantó y, al caminar, noté que se había ido hacia otro lado, que su cabeza estaba en otra cosa. La presencia de Laura en ese día, en ese mediodía que ahora entraba en las primeras horas de la tarde, de algún modo indirecto u osmótico, había afectado también el proceder de Leo y ahora Leo era parte del influjo que Laura, su mirada, y su risa fatal y su vestido, la hebilla de su pelo y su morral, irradiaban en torno de mi vida trastocando los seres y las cosas.
Y como no tenía sentido seguir pensando en ella, cuando Leo mencionó la posibilidad de ir a la casa de Esther, confié secretamente en el criterio vicioso de mi amigo y agradecí a mi alma la existencia de aquella alternativa: Esther, la tía de Leo, la puta.

jueves, julio 19, 2007

DIARIO

Había pasado tanto tiempo sin escribir ni un puñado de palabras, que ahora, ahora que por fin podía sentarse ante el cuaderno, en lugar de escribir, se colgaba escuchando las canciones de Sabina que sonaban de fondo, más allá del azar y de la muerte, como alguna vez había dicho el viejo Borges. Y, sin embargo….
Sin embargo una inefable confianza nacía bajo sus dedos mientras garrapateaba algún vocablo, alguna idea. “LA NOVELA”, obvio, la novela. Era eso lo que rondaba su cabeza. O sea, ponerse a escribir una novela, pero lo exótico era que para escribir esa novela, Gómez sabía (creía) que debía necesariamente abandonar casi toda actividad que no fuera ésa, la escritura, en casi todos los órdenes de su vida. Para escribir debía dejar de ser padre, marido, trabajador, humano. Dentro de su curiosa monomanía, Gómez alimentaba una superstición propia: esa que le decía que, si escribía, si se dedicaba exclusivamente a eso, a emborronar papeles y hojas sueltas, toda otra actividad de su vida quedaría abortada de cuajo, porque una invisible pero insoslayable sensación de absurdo la volvería inconsútil, inútil, innecesaria.
Pero bueno, Gómez pensaba todo esto envalentonado por el medio litro de vino blanco que, a sorbos, había ido agregando a esa fosa sin fin que parecía ser su estómago.


Bah, ya no podés escribir nada, puto.

(No creas, hijo de puta. No creas.)


Algo que de verdad extraño es la poesía. A ella sí la extraño.

Acaso deba, como hace años que no hago, empezar a leer filosofía. Acaso.

Siento la necesidad de explorar, en lo que respecta a la vida intelectual, zonas que (y espero que se entienda esto que digo) encuentren una confirmación, una corroboración de índole física.

jueves, julio 12, 2007

1999

IV



Salir a caminar con Leo me gustaba. En esa época yo estaba un poco fóbico y me costaba salir solo a la calle. Pero con Leo era todo diferente. Él aceptaba de manera natural mis mañas y mis cuitas y no me hacía demasiadas preguntas cuando afloraba algún rasgo de mi carácter excéntrico. Lo aceptaba, simplemente, como uno acepta la lluvia en un día húmedo o la melancolía en un domingo. En realidad, él todo o casi todo lo tomaba así y no se molestaba demasiado por dar vueltas los seres o las cosas. Yo, en cambio, siempre estaba buscando la Verdad revolviendo entre líquenes y piedras, hundiéndome en el fango de la Historia y las más de las veces era en vano; me quedaba parado en una pierna, abrazando con versos a un pasado repleto de dolencias desleídas.
Le propuse a Leo que fuéramos a fumar a la plaza de la fuente y él aceptó gustoso. Y como la plaza de la fuente estaba sólo a dos cuadras del Centro de Salud Mental, vi una buena ocasión para pasar y ver si estaba Ella, aquella cuyo nombre no sabía pero que ya habitaba en mi interior e informaba mis noches de futuro.
Cuando llegamos a la puerta Leo dijo:
-Yo ahí no entro.
-Bueno, esperame acá.
Entré, recorrí con paciencia los pasillos, atento a divisar entre la fauna la figura de Ella, pero no. No estaba. Pasé ante la puerta de la oficina de la mujer obesa; tuve la tentación de entrar, de entrar y de decirle algo doliente, de putearla, pero pensé que si quería hallar a Ella tendría que volver un día y no iba a ser agradable cruzarme con la gorda luego de haberla puteado. En fin, la cuestión era que Ella no estaba y ahora una desazón secreta y fría se abría paso a través de mis entrañas. No lo quise admitir ante Leo, pero la circunstancia de no haber encontrado a esa muchacha era como una mancha en la mañana.
Caminamos las dos cuadras en silencio, llegamos a la plaza y nos sentamos en el borde de piedra de la fuente mirando hacia la avenida, inquieta y turbadora en esa hora contaminada de un rumor de autos.
-No te pongas así, che –me dijo Leo, aunque yo no había hablado en absoluto acerca de mi decepción. Pero Leo me conocía demasiado-. Ya la vas a encontrar. Esperá un poco. Tenés que tener paciencia.
Hice un gesto con las manos y la boca como diciendo: “Ya sé, no importa, no tenés por qué decirme nada”, pero me traicioné al decir:
-Necesitaba verla, Leo. Estaba segurísimo de que hoy la iba a encontrar.
-¿Por qué?
-¿Por qué estaba segurísimo? No sé. Pero te juro que estaba segurísimo.
-Che, cambiando de tema, ¿te parece que da para fumar?
Miré en torno girando la cabeza y Leo tenía razón: había demasiada gente, pero ningún policía.
-No sé, yo creo que sí –dije.
Leo empezó a asentir con la cabeza y le pasé el encendedor.
Encendió el porro y le dio una larga, apasionante pitada, alzó las cejas mirándome e indicándome así que estaba rico y, por segunda vez en ese día, sonrió. Largó el humo haciendo sssssss… entre los dientes y volvió a succionar, esta vez con más calma, más despacio. Ahora todo lo que hacía era mirarme, me miraba y ni siquiera parpadeaba y yo sabía que de un momento a otro iba a sacar el tema de su talento creativo, sus escritos, pues siempre se ponía a hablar de eso cuando fumábamos. Volvió a largar el humo, esta vez por la nariz y echando la cabeza para atrás; ahí se quedó, un rato, contemplando aparentemente el cielo. A esa altura, le iba a pedir que me pasara el porro, cuando dio muestras de que se estaba relajando, ya que, directamente, se acostó sobre el declive de piedra, me dijo: “Acostate” y volvió a succionar con parsimonia el porro que cada vez era más chico.
Yo no quise acostarme porque pensé que estábamos demasiado expuestos, fumando marihuana ahí, apostados en el borde de la fuente, al mediodía, rodeados de ese universo urbano pletórico de gente.
Por fin, Leo me pasó el porro y empecé a fumar. Estaba rico, era cierto. A veces Leo traía una marihuana que resultaba áspera a la garganta, pero ésta era suave, meliflua y uno podía saborear el humo aplastándolo, haciéndolo bailar un vals armónico entre el filo convexo de la lengua y la concavidad del paladar. Me quedé así, sentado mientras mi amigo descansaba, dándole algunos besos a ese porro hasta que oí, distinta, lejanamente, la voz de Leo que preguntaba de modo previsible:
-Nico, ¿vos creés que tengo talento, yo?
Él, no sé por qué, aunque en parte lo sé, me había tomado por chamán, por guía, por maestro, cuando todo lo que yo había hecho era pasarle algunos libros aunque sin la menor esperanza de que los leyera. No obstante mi desconfianza, Leo leyó ese primer par de libros que le di y luego los comentamos largamente en tardes matizadas por el mate dulce y música de los Beatles o Beethoven. Esos primeros libros que le di, eran: El lobo estepario, de Herman Hesse y las entrañables Cartas a un joven poeta de Rilke. Leo confesó sentirse “plenamente identificado” con el protagonista de la novela de Hesse y, por otra parte, dijo que ciertos tópicos que Rilke abordaba en sus cartas tales como el amor, la soledad, la sexualidad y el juicio para estimar el propio talento (Leo tenía una obsesión con el talento) lo tocaban “muy de cerca”. Desde luego, esa empatía con la literatura nos unió y desde que mi amigo me devolvió esos dos primeros libros sembrando nuestra amistad de comentarios respecto de lo que en ellos se decía, empecé a verlo con ojos diferentes. Hasta entonces, Leo había sido un partenaire ocasional, para mí, alguien con cuya simple compañía los días aciagos y su desarrollo no eran tan graves como parecían. Pero a partir de esa pasión común, los libros, la escritura, un nuevo Leo aparecía ante mí mandándome y demandándome respeto.
-Nico, ¿tengo talento yo? –seguía diciendo desde abajo Leo.
Lo cierto fue que empecé a compartir con él mis libros, mis gustos en materia de libros. Lo segundo que le di para leer fue Cien años de soledad. Recuerdo que, al darle el grueso volumen, dije: “Es uno de mis tesoros. Cuidalo. Son cien años, pero me conformo con que leas cincuenta”. Sí, sí, yo sé que me ponía en una posición de mierda, de sabiondo, pero me encantaba guiar a Leo por un terreno en el que yo me había tenido que abrir paso a los ponchazos. Y esto lo digo porque supongo que si alguien, en mi temprana adolescencia o incluso mi pubertad, me hubiera puesto ciertos libros en la mano, mi vida sin duda hubiera sido más feliz, menos insoportable, más artística.
-Nico, creo que no tengo talento.
Ahora su voz se oía como una letanía. Distante y monocorde, el aire traía mi nombre: “Nico…” “Nico…” “…yo… no tengo talento…”.
Finalmente también terminé acostándome.
-Leo
-Qué.
-Qué rico fazo.
Él no me contestó, pero alzó su mano izquierda y me dio dos, tres, cuatro palmadas de amor en la cabeza.

lunes, julio 09, 2007

NIEVA

Lunes. Feriado. Me levanto a las 8 de la mañana. Me siento ante la PC. Voy a escribir un rato. Eso espero. Sin mate. No tengo ganas de preparar mate. Creo, pienso, que hoy puedo encontrar algo, al escribir; hoy puedo alzar una palabra al aire y verla y escucharla y buscar otra palabra que la siga y encontrar, mediante ese devenir, un centro, una verdad, no sé, una malla de palabras que al cruzarse encuentren por inercia su sentido. Bien.
Mi hijita se levanta a las 8 y 5. Ergo, no voy a poder escribir como quería. La alzo: "Buen día rayito de sol!" le hago upa y nos quedamos un ratito así, abrazados.
No sé cómo pero llega el mediodía. Pido comida por teléfono. Mientras, mi hijita y yo miramos Heidi, en la PC.
Tengo encendidas en casa dos estufas, una de gas y otra eléctrica, pero sé que está haciendo mucho frío, por eso cuando suena el timbre del portero, abrigo a mi hija con un buzo polar (o como diablos se llamen esos buzos térmicos) y bajamos a abrir. Estamos esperando el ascensor y una vecina abre la puerta de su departamento.
-Así vas a ir? En remerita? Sabías que está nevando en Carmen de Areco?
-Está bien, Ruth (pongamos que se llama Ruth, mi vecina), voy hasta abajo y subo.
Me meto en el ascensor antes de que me diga nada más. Pero esa fue la primera noticia de la nieve.
Dos horas más tarde, mi mujer, que está con su familia en Zárate, me llama arrebatada de emoción:
-Pedro, está nevando! Está nevando, Pedro!
-Si, ya sé -digo haciéndome el entendido en la materia-. Está nevando en Carmen de Areco.
-No, acá! -me dice Clara.- Está nevando acá! -y me corta.
Miro por la ventana y veo una leve garúa, el lavadero húmedo, nada más.
"La nieve, otra vez" pienso mientras mi hija utiliza los libros de mi biblioteca como rastis. Y pienso además que yo nunca vi la nieve.
Ahora, a las tres y pico de la tarde, me llama por teléfono mi vieja.
-Pedro, hace frío, mucho frío.
-Sí. Está nevando.
-No, cómo va estar nevando. Hace frío, no más.
-Está nevando, Vieja.
Hablamos tres cosas más y nos despedimos. Al minuto, suena el teléfono de nuevo.
-Tenías razón, nieva. Nunca en mi vida vi nevar -dice mi vieja- y si vos no me lo decías yo no me iba a dar cuenta.
-Te hubieras dado cuenta igual, Vieja.
-No. Me lo dijiste vos. Gracias. Gracias.
Y corta.
Entonces, a instancias del llamado de mi vieja, me siento ante la ventana y miro la nieve. No me parece nada extraordinario y, sin embargo, por un mometo siento que es hermosa.
Estoy solo. Mi hija se fue con la mamá.
Ahora sigue nevando.
Nieva.
Quiero escribir algo que hable de eso, de la nieve, pero no esto, quiero escribir un soneto en un cuaderno.
Ahí tengo un vino tinto Norton, que me espera.
(Cuando termino de escribir "...que me espera" suena el teléfono, alzo el tubo y no contesta nadie. Se oye un ruido de vasos y de platos, permanezco en silencio y nadie dice nada. Cortan.
Inmediatamente suena el teléfono de nuevo. Alzo con suspicacia el tubo y Clara dice "Hola, no me escuchás?!" Es ella quien llamó antes. Está en el Jumbo de Zárate (?) y me pregunta si quiero algún libro de la mesa de saldos. Está casi todo Wilcock, dice. Y un libro de Sasturain. Le digo que me traiga todo lo que valga la pena. Cuelga.)
Ahora la nieve cae en remolinos que parecen copos suaves en el aire de la tarde.
Qué hace la nieve, así, en mi soledad?
Será cierto?
Será nieve?