martes, agosto 28, 2007

1999

(Lo que sigue es el capítulo séptimo de 1999. Los que quieran leer capítulos anteriores, revisen las Entradas Antiguas.)


VII


Ahora, veintiocho años después de aquella noche, Pedro prácticamente seguía siendo el mismo, vagando y vegetando por la casa, poblando papeles blancos de poesías, más cerca del universo de los objetos inanimados que del orbe de los seres vivos. La que sí había cambiado, en estos años, era ella.
Esther vivió con Pedro algunos meses compartiendo sus cuitas económicas, haciendo malabares indecibles con la pensión que le dejara su difunto para poder llegar a fin de mes, hasta que un día, hastiada, se cansó. Necesitaba otro ingreso de dinero y pedirle a Pedro que a esta altura de su vida afrontara un trabajo redituable era un acto tan poco utilitario como el de hincarse a orar en una iglesia. O esto era, al menos, lo que Esther pensaba. Asimismo, con el correr de los días, notó que convivir con Pedro era como tener una mascota. Él era un hombre extraño, sibilino, cuya voz ella casi nunca oía. Si Esther al mediodía ponía un plato en la mesa y lo llamaba, Pedro acudía expedito, se sentaban y compartían un almuerzo silencioso; si no, a él no parecía importarle demasiado, siempre más atento a recorrer de punta a punta el diccionario que a cumplimentar ciertas necesidades básicas tales como comer o asearse el cuerpo. A veces ayunaba, como un monje, alimentándose básicamente a mate, durante dos o tres días, hallando los más insólitos rincones de la casa para escribir sus versos misteriosos, hasta que aparecía en la cocina, de repente, canijo, enajenado, sepulcral, como el asceta que vuelve del desierto o el soldado que viene de la guerra y Esther entonces se ocupaba de nutrirlo. Ella lo amaba así; había aprendido que el secreto para que la convivencia fuera un éxito era tener pasiones arbitrarias, propias, y respetar las insólitas pasiones que Pedro, a su manera, ponía de manifiesto día a día.
Las pasiones de Esther, por otra parte, no eran tantas. Básicamente su pasión primera consistía en salir por la mañana a realizar las compras por el barrio y a seguir coqueteando como siempre con el almacenero, el verdulero. Pero ahora que era una viuda joven y bonita, pese a que en su casa la esperaba un hombre que era a la vez amante y una especie de hijo, Esther estaba mucho más osada: usaba vestidos cortos y ceñidos, que le estrechaban las nalgas y le apretaban los pechos; escotes pronunciados; tacos; rouge. Tardaba una hora y media en arreglarse para salir a comprar (hecho que, por lo demás, pasaba desapercibido para Pedro). Cualquiera que la hubiera visto pintándose y depilándose las cejas cuando el primer claror de la mañana asomaba en la ventana de la pieza, sin duda habría creído que esa mujer robusta de nariz aguileña se preparaba para un acontecimiento único, una reunión, un ágape, una fiesta, y no para ir a la verdulería en busca de la sólita vitualla, no tan sólo para ir al almacén a comprar la manteca, el pan, el vino.
Lo cierto era que el paseo matutino constituía para ella un placer único, y fue así hasta que en mitad de una mañana peculiarmente soleada, alguien le dijo sólo tres palabras, palabras angustiantes para Esther, que dieron vueltas luego dentro de ella como tres mariposas invisibles. Las palabras habían sido proferidas por uno de los policías que andaban por el barrio. Y a partir de ese día, nada, para la viuda, fue como antes.
El policía literalmente le había dicho:
-Esther, ¿cuánto cobrás?
Esa pregunta repercutió en ella como si fuera un golpe a la mandíbula. La sangre de su cuerpo, en un instante, afluyó hacia la cara tiñendo las mejillas. Se turbó y durante la mañana, estuvo tan dolida y apenada que no tuvo el tesón de coquetear; no se mostró jovial y positiva mientras hacía las compras: algunos raros sentimientos nuevos andaban recorriendo sus entrañas.
Ella sabía que en el barrio, en términos generales, la gente la conocía. A su vez ella conocía de vista al policía que le había lanzado el improperio, pero no recordaba haber entablado nunca una conversación con él. Eso fue lo que más la molestó. Esa inserción en su privacidad, en el tiempo de su ámbito privado, por parte de un hombre extraño que, en rigor, no tenía que haberle dicho nada. Después, cuando Esther terminó de hacer las compras correspondientes a ese día, se cuidó mucho y evitó pasar por la cuadra en la que el policía andaba vigilando; para evitarlo, tuvo que dar un rodeo absurdo y afrontar otro camino que no era el que todos los días recorría.
Esa noche, dado que Esther estaba ida, mordiéndose los pellejos de los dedos, presa de una frenética vehemencia, Pedro, que estaba tomando mate en un banquito, junto a lámpara que había cerca de la cama, interrumpió la lectura de los poemas de Vallejo (Pedro antes de dormir leía a Vallejo, en una edición vieja y derruida de Los Heraldos Negros y de Trilce, porque decía que la lectura de ese libro lo ayudaba a soñar luego con su infancia), levantó la cabeza y la miró:
-Qué pasa, Esther.
Ella se limitó a negar con la cabeza.
-Nada. No pasa nada.
-Es raro que estés así –replicó Pedro-, pensativa de noche. ¿Querés que vaya ahí, con vos?
Esther asintió en silencio y Pedro apagó la lámpara, se sacó el pantalón y entró en la cama.
-Abrazame –dijo Esther.
Pedro se acurrucó a su lado y se quedó dormido en media hora. Ella no. Ella estaba pensando. Pensaba en lo que había dicho el policía pero ya sin la vergüenza y sin la bronca que había experimentado más temprano. Ahora Esther estaba calculando, meditando. Y la pregunta que sonaba en ella y que encontraba un eco en su interior era: “¿Por qué no?” Eso: “¿Por qué no?”
Mientras Pedro dormía, soñando vaya uno a saber qué bajo la égida honda de Vallejo, Esther estaba contemplando, por primera vez en su vida, la posibilidad de ofrecer sexo, sus favores sensuales y su cuerpo, a cambio de dinero. Y lo más llamativo, para ella, era que esa posibilidad, en perspectiva, no le desagradaba en absoluto. Más bien, por el contrario, la atraía; sentía que en esa idea latía, de algún modo, la figura total de su destino, de su causa. Y eso era algo inquietante para Esther, que paseaba los ojos por el techo anegado de sombras de la pieza mientras Pedro, a su lado, desvaído, roncaba como un búfalo y hacía unas muecas curiosas con la boca.

domingo, agosto 26, 2007

LA METAMORFOSIS

Prendada del temor y la alegría,
camina por el alma la poesía,
camina por la tarde lentamente
y adormece al monarca de la mente,
pájaro sin prisión, se desespera,
se cansa y al momento se aligera,
hiende la realidad y se distiende
buscando la palabra que comprende
su nueva identidad idealizada
en la forma de un ave transformada,
ave en la dulce voz, ave en lo inerte
para que el pensamiento no despierte,
ave de la verdad y ave de vida
aligeradamente conmovida
volando sin volar en la ventana
que oscurece la tarde o la agusana,
la tarde que ha mudado sumamente
sumisa de color y de aliciente:
su aliciente secreto por ahora
es abrasar el ave voladora,
el ave que se asfixia y que se enciende
buscando la palabra que comprende
su vieja identidad enajenada
del encanto del ave idealizada,
del ave que sucumbe nuevamente
a instancias del monarca de la mente,
el monarca infeliz que yace en calma,
asesino del ánimo del alma.

jueves, agosto 23, 2007

SALINAS

Luis Salinas.


martes, agosto 21, 2007

"Ser libre absolutamente y estar al mismo tiempo sujeto al dominio de la ley, es ésta la eterna paradoja de la existencia humana, a cada momento sentida por nosotros."


Oscar Wilde, en La tragedia de mi vida (Carta a Lord Alfred Douglas)

lunes, agosto 20, 2007

UNA NOCHE SIN VOS, NI MARIHUANA

Una noche sin vos, ni marihuana,
lejos de la ilusión de la mañana,
solo en la concurrencia del silencio
leyendo un poco a Horacio y a Terencio
(al primero, en verdad, más que al segundo)
hallé de nuevo, corazón, mi mundo.
Después necesité cerrar los ojos
(y vi globos estáticos y rojos)
y respirar, tal vez, como aquel día
en que probé palabras de poesía
una lejana vez. Estuve triste
como el primer momento en que me viste
y esa mi soledad otra vez era
la preciosa prisión de mi manera
de encontrar en la trama de lo escrito
una repercusión del infinito,
un disparo en la sien, esa poesía
de la que bebe y come el alma mía.
Me sucedió de pronto, esta semana,
una noche sin vos, ni marihuana.

jueves, agosto 16, 2007

Jacques Brel

La primera vez que escuché esta canción la escuché en la radio, interpretada prodigiosamente por el Tata Cedrón. Ese día la grabé en un casette (todavía se usaban los casettes) y luego la oí a lo largo de mi adolescencia. Supe después que era de Jacques Brel, pero no había oído nunca la versión original, hasta antes de ayer, cuando la encontré de pronto mientras paseaba sin ganas por youtube.
Oh!
Desde ese momento, no consigo dejar de volver a ella, a Brel, es impresionante, es único.









"Parece que sólo nos expresamos, que hablamos únicamente de nosotros mismos,y resulta que de la vinculación profunda,de la comunidad instintiva con lo que nos rodea, creamos algo superpersonal... Este algo superpersonal es lo mejor que contiene nuestra labor creadora."


Thomas Mann, citado por Konstantin Paustovski, en el prólogo de su autobiografía.

"Todos son iguales. Odio a los abogados.Todas esas mierdas públicas acerca de la justicia y del Derecho, ese juego al que juegan y del que conocen todas las respuestas, cuando lo cierto es que son ladrones,con sus discretas facturas, y son retorcidos, arrogantes y podridos. ¿Sabes que un abogado puede escoger a la mujer que quiera de una ciudad? La gente le tiene miedo a los abogados. Son el verdadero poder en este país. Si un chico quiere llegar a ser alguien, ¿qué es lo que hace? Se va a la facultad de leyes. Nixon y Mitchell, cada uno de los Kennedy, tres cuartas partes del Congreso... ¡y se enorgullecen de ello! ¿Por qué no llega a presidente un filósofo? ¿O un doctor? Sería más adecuado. O un poeta. Un escritor, un biólogo, un tipo que dibuje comics, ¡cualquiera! No, siempre es un abogado... ¡Bastardos!"


ELIA KAZAN
Los asesinos




"ANOTANDO EN CUADERNOS QUE LA SOMBRA PERVIERTE,
FRAGMENTOS DEL COLOQUIO DEL HOMBRE CON LA MUERTE."

JUAN RODOLFO WILCOCK

miércoles, agosto 15, 2007

martes, agosto 14, 2007

LA INCREDULIDAD PRODUCE EL CÁNCER



"La fe desentumece las arterias.
La incredulidad produce el cáncer"

VINICIUS DE MORAES

jueves, agosto 09, 2007

NO ES AZAR

ESta inquietud
que rasga lo visible, desencadena el
pulso,
el corazón anciano de la noche.

No es
el azar, radar del solitario
encuentro de mis ojos con la triste
imposibilidad de la palabra, amor, la tinta azul
en la que desmorono la mirada.

Escribo. (No es azar, es
la inquietud,
la desencadenante
necesidad del corazón anciano.)

(Como un torrente de saliva seca,
un viejo
osario: así
palpita la inquietud,
la intensidad que rasga
lo visible: la tinta azul, la letra
con la que no consigo la palabra.)

Esta noche es aquí, desde mi mano,
desde mi corazón que sigue solo,
como cometa, una estelar promesa.
Esa es la patria hacia la que se abre
como una tromba gris, en aluvión
de explosivas y anímicas pavesas.
Es un hallazgo de la soledad, es aire, apenas.
Abro un boquete, un
agujero negro,
un otro lado en el que respirar
es algo más que hablar a lo invisible.

domingo, agosto 05, 2007




Hace muchos años (doce, digamos) yo iba a la biblioteca del Congreso de tarde, de madrugada o de mañana (en ese entonces, y creo que ahora también, la del Congreso era la única biblioteca en Buenos Aires abierta las 24 horas, como las casas de putas, como los ESSO shop y las remiserías). Uno llegaba a la biblioteca, dejaba el bolso en la entrada a cambio de un cartón que tenía pintado un número, entraba y revisaba en los ficheros que se alineaban en cajones largos dentro de un mueble vetusto, hasta que daba al fin con el título del libro o el autor que precisaba; lo siguiente era anotar en un papel un código y el nombre de la obra, anotarlo y dejar el papel en un cajón, cuadrado, de madera, que contenía otros papeles similares que aludían a libros. Veinte minutos después (o diez, o treinta) un hombre o una mujer llamaban por apellido a los presuntos lectores que esperábamos los libros. Cuando me llamaban a mí, que me apellido Kuy, algunos individuos me miraban, se me quedaban mirando como quien mira algo que no acaba de entender. Yo no les daba importancia porque ahora iba al encuentro de mis libros y la proximidad de la lectura me prodigaba coraje.
Me sentaba y abría La vuelta al día en 80 mundos, de Cortázar, o me sentaba y abría Confieso que he vivido o abría el libro La Urna, de Enrique Banchs. Y era hermoso, aunque lamento decirlo así, pero era hermoso.
Ahí fue donde leí de modo íntegro, a lo largo de cuatro o cinco noches, o mañanas, Linterna Mágica, el libro de memorias de Ingmar Bergman, que acaba de morir esta semana. Yo llevaba a la biblioteca siempre un cuaderno conmigo: necesitaba escribir, de tanto en tanto, mientras leía. A veces escribía impresiones propias. A veces copiaba algún fragmento de lo que leía, porque me parecía algo genial y quería guardar esas palabras.
Fue ahí donde copié el siguiente párrafo:

“Cuando vivíamos en la Villagatan solían venir músicos callejeros a tocar el piano. UN día vino una familia entera. Mi padre entró en el comedor diciendo: ‘Ya hemos vendido a Ingmar a los gitanos. Nos pagarán bastante’. Yo aullé de terror. De pronto todos se echaron a reír, mi madre me cogió en brazos, me sujetó la cabeza y me acunó suavemente. Todos se sorprendieron de que fuera tan crédulo: ‘Este niño es muy fácil de engañar, no tiene ningún sentido del humor.”

viernes, agosto 03, 2007

NUESTRO HOGAR

Alguien ha iluminado
con luz vaga
nuestras secretas páginas nocturnas.

Libros.

Hemos perdido, pues,
la intimidad
de las hojas, de las furtivas ansias, de las tristes
palabras silenciosas.

No podemos
echarnos a llorar. No podemos
quejarnos. Ya no hablamos
más: leemos

y leemos
lentamente y sin vida encegueciendo,
clausurando la voz, pero viviendo.

Es decir, ¿viviendo? ¿Verdaderamente
viviendo? Respirando
palabras, acomodando letras
en los ojos, ¿así
vivimos, verdaderamente? ¿Vivimos?

Alguien
ilumina en este instante nuestros ojos,
dedos que pasan páginas
ancianas, consumidas en luz indiscernible.

El libro nuestro hogar, nuestra atalaya,
nuestra oración el libro, nuestro esperma
y la noche
que afuera reverdece,
irrealiza el cristal de la ventana,
nos ha devuelto el tiempo, la premura,
la sentimos latir como si fuera
el propio corazón de la palabra,
su introspección, su canto.

¿Nos mentimos?

Nadie apaga la luz,
nadie lo sabe.

HABLABAS DEL DOLOR, DE DIOS, DE AYER

Y RECIÉN ACABABAS DE NACER.