III
Era un jueves nublado de diciembre. El aire tibio y manso de la mañana porteña recorría las piezas de la casa anticipando un día de humedad. Yo estaba echado en la cama, de costado, con la mirada fija en una mancha cenicienta del techo de la pieza. Siempre miraba esa mancha si precisaba pensar. O, más que pensar, “entrar en clima”. Para mí “entrar en clima” no era otra cosa que encontrar una disposición favorable de ánimo para ponerme a escribir. Y, no sé por qué, siempre buscaba ese “clima”, esa puerta de entrada, digamos, mediante el ejercicio de una actitud contemplativa. O sea que podía estar mirando durante media hora una foto, una grieta en el piso o las líneas de la palma de mi mano antes de disponerme a escribir algo. Pero lo que esta mañana me tenía deparado estaba muy lejos de la tranquilidad para la que me preparaba. A las once sonó el portero eléctrico. Era Leo. En el momento en el que oí su nombre tuve la grave intención de no decirle nada, que su voz quedara cesante y sin respuesta pero en seguida dijo: “Nico, Nico” y tuve que decirle que subiera.
Leo era alto, morocho, gordo. Tenía el pelo cortado al rape y prácticamente carecía de frente. Dos cejas estentóreas como brochas se alzaban sobre los ojos diminutos.
-Qué hacés, boludo –saludó Leo.
-Pasá –dije abriendo la puerta.
-¿Estabas escribiendo?
-En realidad, sí –mentí-. Pero no importa.
-Me voy, si querés –se atajó Leo.
- No, boludo. Te dije que no importa. Prepará mate.
Leo se manejaba por la casa como si fuera un miembro más de la familia. Habíamos sido compañeros de primaria, aunque en la primaria casi no nos tratábamos. Tenía una madre alcohólica y un padre drogadicto y eso, el hecho de que su casa fuera un caos, hacía que yo lo quisiera un poco más que a todos mis compañeros de entonces; él siempre estaba solo, siempre como apartado y afligido. Eso, en la escuela primaria. Ahora, que tenía como yo veintidós años, a Leo en realidad no parecía importarle mucho casi nada, salvo salir a caminar, masturbarse de manera cotidiana y leer toda la obra de Cortázar.
Con el mate en una mano y la pava en la otra, Leo venía sonriendo para sí y eso no era nada usual en él.
-Qué pasa, Leo.
-¿?
-¿De qué te reís?
-Pienso en eso que me dijiste el otro día… Eso, que yo puedo escribir como Cortázar…
-No, no te equivoques. Lo que yo dije fue que vos podías escribir, que tenías un talento potencial, un don. Pero más que Cortázar lo ideal sería que pudieras llegar a ser vos mismo, en tu escritura. Eso fue lo que dije.
Leo se quedó mirándome y comenzó a hacer muecas con la boca, que era lo que él hacía cuando pensaba. Entonces me acordé literalmente lo que le había dicho, respecto de su talento de escritor. Lo recordé porque era algo que yo pensaba a menudo. “Va a llegar un momento –le había dicho- en el que, mientras estés leyendo a Kafka, a Borges, a Cortázar, vas a decir: Cielos, pero si yo puedo ser Kafka, ser Borges, ser Cortázar, o, lo que es mejor, vas a decir: ¡Cielos, yo puedo ser yo mismo, ser Leo! Y ese va a ser sin duda tu punto de partida, el momento a partir del cual no puedas, en tu vida, hacer otra maldita cosa que no sea escribir, escribir, escribir. Eso, desde luego, si sentís que tu vocación es escribir.” Algo así le había dicho, a grandes rasgos. Y él, cuando se lo dije, se había quedado mirándome como me estaba mirando ahora: la cara algo ladeada y la mirada inmóvil, los labios contrayéndose y dilatándose para luego volver a contraerse, como si un corazón pequeño, bipartito, hubiera tomado el sitio de la boca.
Mientras tanto, mientras elucubraba, Leo se había colgado con el mate y sin decirle nada lo agarré, también la pava y me puse a cebar para mí mismo.
-¿Trajiste el fazo?
Leo esperó bastante para responderme, bien porque estaba pensando, todavía, o bien porque sabía que yo esperaba el fazo con ansiedad y quería dilatar mi expectativa.
-¿Trajiste el fazo, Leo? –dije alcanzándole un mate, como para que despertara del letargo.
-Mmmm… -hizo Leo haciéndose el estúpido, balanceando ahora la cabeza desde un hombro al otro.
-Mm qué -me enojé-. No te hagás el interesante. Si no lo trajiste, no me importa. ¿O pensás que no puedo vivir sin fumar eso?
Leo sonreía.
-No te enojés, bobo. Sí lo traje. Acá está. ¿Ves?
Sacó del bolsillito frontal de su remera un cigarrillo armado. No pude evitar la sonrisa que se me abrió en la cara.
-Ah, ¿ves?, para qué te enojás, si vos sabías que yo lo había traído.
Hacía muy poco tiempo que Leo y yo fumábamos. Unos meses, apenas. Todo empezó una tarde. Estábamos en la terraza de mi casa, adonde íbamos a veces a mirar el cielo y conversar. De pronto, sin que viniera a cuento de nada ya que hacía un rato que estábamos callados, Leo dijo:
-Mi papá, cuando quiere fumar, sube siempre a la terraza de mi casa. Yo a veces lo acompaño y él me empieza a contar un montón de cosas.
Yo sabía que el padre de Leo fumaba marihuana; había dejado la cocaína hacía unos años pero cada tanto salía y, según Leo, volvía “duro de merca” después de un par de días.
-Pero vos no fumás, ¿no? –le pregunté.
-No, nunca probé, pero me gustaría probar un día, solamente probar. Con vos.
-¿Conmigo?
-Sí, no sé cómo me va a pegar -meditó Leo- pero creo que si estoy con vos me voy a sentir mejor.
-Eso me honra, hermano –fue todo lo que se me ocurrió decir.
En ese tiempo, digamos entre los veinte y los veinticinco años, yo me había propuesto permitirme vivir todo aquello que se me presentara como verdadero. Y aquí tenía una oportunidad de poner en práctica ese lema. Así que cuando Leo, al día siguiente, se apareció con un troncho grueso del tamaño de un habano, no pude menos que pensar que eso era ciertamente verdadero y aunque sentí temor por las imprevisibles consecuencias que el efecto de la hierba consumida podría producir en mí (y en Leo), me prometí que, en cuanto mi vieja se fuera a trabajar (Leo llegó cuando ella se estaba bañando) nos íbamos a fumar ese fenómeno.
-¿En qué andan ustedes dos? –dijo mi vieja, que conocía a Leo casi tanto como a mí. Nosotros, sentados en el living-comedor, esperando a que ella se fuera, cruzamos miradas cómplices-. ¿En qué andan, eh? –repitió mi vieja con una sonrisa torva.
-En nada, Gladis –dijo estúpidamente Leo poniéndose colorado.
Mi vieja me miró.
-En nada –dije estúpidamente yo, avergonzándome también.
Mi vieja se llevó un dedo a la ojera que caía de su ojo izquierdo y presionó la piel para abajo, dos veces.
-Ojo –dijo -. Ojo.
Me pregunté cómo diablos se habría dado cuenta no digo de que íbamos a fumar marihuana, porque era imposible que pudiera saber eso, sino de que había algo raro en el aire, entre nosotros. Leo tuvo una suposición al respecto, suposición que expresó verbalmente en cuanto mi vieja salió y cerró la puerta y escuchamos el ruido de sus tacos alejándose por el piso del pasillo:
-Estábamos muy callados, Nico.
La cara de espanto que tenía Leo me produjo profunda hilaridad y en seguida la carcajada que lancé fue la primera de una larga serie de carcajadas, berridos, risotadas, que llegaría a lo largo de la tarde junto con otras tantas sensaciones.
Después prendimos el porro. Con la primera seca, tosí; yo ni siquiera fumaba tabaco.
-Aspirá suavecito –dijo didácticamente Leo- y después tenés que aguantar el humo adentro todo el tiempo que puedas. Mirá.
Y entonces él pitó, tragó con lentitud una buena cantidad de humo, se le llenaron los mofletes y cometió un error: al pasarme el porro, me miró, así, con los mofletes llenos. Los dos estallamos en una carcajada y Leo me tiró la andanada de humo en medio de la cara.
Esa tarde, la primera tarde, nos fumamos íntegro el porro que había traído Leo y naturalmente nos cayó muy mal. A mi vieja le vaciamos la heladera.
-Tranquilo –me decía Leo mientras comíamos unas albóndigas con papas que habían quedado del mediodía-. No te preocupes. Siempre te da hambre después de fumar. Es por el bajón, ¿sabés?
Leo me dio la idea de ventilar la casa y me dijo que siempre que fumáramos debíamos ventilarla, por mi vieja.
Así había sido la primera tarde.
Después de esa vez aprendimos dos cosas:
1era.: siempre que fumáramos debíamos tener comida a mano, porque pocas cosas hay en la tierra peores que un bajón de fazo sin comida a mano.
y 2da.: ¡no teníamos que fumar tanto! Un cigarrillito fino estaba bien, no hacía falta que nos fumáramos un tronco como el que trajo leo para nuestro debut.
Desde entonces, Leo cada tanto traía un porrito que nos ayudaba a pasar felices el tiempo de la tarde. Aunque hoy mi amigo parecía traer planes diferentes.
-Salgamos, Nico. Quiero que fumemos afuera. En la calle, en una plaza. Afuera.
Me quedé mordiéndome los labios.
-Yo no quiero salir, Leo.
-¿Por qué?
Dudé antes de decirle:
-Tengo miedo.
-Miedo de qué, Nico.
-No sé, pero siento mucho miedo cada vez que tengo que salir. Transpiro, el corazón me late demasiado…
-Y eso que no estás fumado –acotó Leo-. Pero salí conmigo, en serio. Te va a hacer bien.
-O.K.
Leo guardó el porro en el bolsillito frontal de su remera, me mojé u poco la cara y la cabeza y en silencio salimos a la calle.
sábado, julio 07, 2007
1999
Por Pedro Kuy en 9:33:00 a. m.
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4 comentarios:
hola, pedro,
lamento no haber comentado antes, aunque ya venía leyendo tus historias... gracias por tu paso por la luna en los pinos, y sí, no hay casualidades, el mundo-blog es un cielo fotografiado....
nos leemos, te incluí en mi lista, saludos!
cris
un toque por si las moscas van...
emmmmm
saludos
me gustó la consigna que subtitula este blog: creo que de eso se trata el arte.
Me gustó, espero la continuación. Vos si que la tenés clara con las palabras, los puntos y las comas. Todo en su lugar.
Bretón, me honra que vos me digas esto. Recién estuve recorriendo La Vida Errante y es algo G-R-A-N-D-E.
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