martes, julio 31, 2007

1999

VI



Esther era una mujer de sesenta años que había enviudado a los treinta y dos. Su marido, un empleado ferroviario cuyo retrato de áspero bigote colgaba en la antesala de su casa, había muerto en mitad de una pelea a causa de un puntazo de cuchillo que fue directo al hígado. Desde entonces, y durante un tiempo, Esther había vivido estrechamente con la modesta pensión que le dejara el muerto, comiendo carne y frutas en la primera quincena de los meses y arroz y gelatina en la segunda. Según ella, lo que más le molestaba de esa parcial miseria en que vivía, no era tanto el hecho de no poder comprar la comida que quisiera o darse ciertos gustos cuando se le antojara; ella sentía que esa miseria (parcial, sí, pero miseria al fin) lenta y rabiosamente, como un cáncer, había ido ganando espacio y dimensión hasta abarcar todos y cada uno de los aspectos de su vida. Y eso sí, sostenía Esther, resultaba verdaderamente insoportable.
Esther se había casado a los veinticinco años con un hombre de cuarenta. En seguida el matrimonio la aburrió con su carga de ritos cotidianos, las compras a la mañana, la soledad eterna de la tarde, las vueltas por el barrio los domingos. Se había aburrido de su hombre, de su casa, de sí misma, pero también había hallado cierta delectable placidez en ese permanente aburrimiento y de hecho se acostumbró a él en seguida. Así, vivió en ese estado de sopor en el transcurso de siete largos años, años durante los cuales todas sus distracciones consistían en coquetear con el almacenero, el verdulero, el carnicero y, en fin, todo espécimen del sexo masculino que se cruzara a su paso y que tuviera al menos una pizca de eso que denominan sex-appeal. Y sin embargo nunca, y esto Esther lo subrayaba gravemente, nunca se le había ocurrido ser infiel, reconocer el cuerpo de otro hombre que no fuera el hosco, triste cónyuge que compartía su cama por las noches. Eso, obviamente, duró hasta que el triste cónyuge murió. Entonces, una increíble transformación tuvo lugar en el comportamiento clásico de Esther: en la mismísima noche del velatorio de su difunto, entrevió el hecho de entreverarse amorosamente con otros hombres como una posibilidad válida y aun necesaria. Fue como una revelación, una sapiencia que de inmediato se transformó en deseo y el deseo era tan vívido y real como un quiste en mitad de los ovarios.
Fue en esa misma madrugada de duelo cuando Esther supo que era libre, que estaba caliente, en celo y que tenía que actuar en consecuencia.
Al velatorio había asistido Pedro, un vecino de la pareja que vivía solo, con tres o cuatro gatos y dos perros. Esther y el muerto nunca lo habían tratado demasiado, mas allá de intercambiar algún saludo o un típico comentario sobre el clima al cruzarse con él en la vereda. Pedro era el típico tipo gris, esquivo, y sin otra intención en su vida, en apariencia, que la de seguir siendo esquivo, gris. Al llegar, había saludado a Esther extendiéndole una mano que a ella le pareció increíblemente fría; había pasado por la capilla ardiente, deteniéndose a mirar al muerto un rato, y luego se había mezclado entre los deudos en la sala de la casa de sepelios para sentarse finalmente en un sillón, en la punta solitaria de un sillón, muy cerca de la puerta, como para salir disparado velozmente en caso de que se sintiera muy incómodo.
Tenía unos ojos grandes y marrones que brillaban con lunática inquietud.
Esther, cuando lo vio, en medio de la obvia conmoción en que la sumergían: el muerto, sus parientes sanguíneos y políticos, las masticadas frases de ocasión, “Qué le vamos a hacer”, “No somos nada”, “Hay que seguir, Esther”, “Los buenos se van primero”; en medio de esa locura necrofílica que la rodeaba y que la estaba ahogando, Esther vio la figura de ese hombre apartado y febril sobre el sillón y se sintió de pronto atraída, prendada de su actitud nerviosa, de su imagen, y supo que lo que ella sentía ahora, o sea que iba a pasar la noche sola, era algo que ese vecino, Pedro, ese hombre acerca de quien sólo sabía que vivía a escasos metros de su casa, que se vestía con sacos de otro tiempo y que usaba zapatos mocasines, esa horrible soledad era algo que él experimentaba acaso desde siempre. Y así, sin más, se enamoró. Se enamoró de él mientras velaba al otro, al otro de quien ya hacía mucho, pero mucho, había dejado de estar enamorada.
Esa noche, Esther se había permitido la posibilidad de conocer a Pedro y ahora vivía con él, ya para siempre.
Pero Pedro tenía un defecto grave: era poeta (o eso al menos era lo que él decía que era) y el trabajo le causaba alergia, angustia, comezón. Cuando Esther, la noche misma del velatorio de su marido, le preguntó de qué vivía, Pedro impuso una pausa, negó con la cabeza varias veces y, sin que Esther se esperara semejante reacción de su vecino, él rompió a sollozar sobre su pecho (es decir el de Esther). Sin duda los contertulios que asistían al velorio habrán pensado que, por lo menos, ese hombrecito mustio que lloraba abrazado de la viuda debía ser un gran amigo del finado, dada la angustia sorda e infinita que despedía su llanto entrecortado. Lo cierto era que Pedro tenía un tío que hasta el mes anterior le había girado una mínima cantidad de dinero mes a mes, pero con el último giro había llegado un sobre que contenía una carta lapidaria: en ella el tío decía que su situación económica se había agravado y que lamentablemente el giro mensual iba a quedar suspendido por tiempo indeterminado. Pedro ya no tenía comida, ni para él ni para sus animales, y debía dos meses de alquiler. La conclusión que narró Pedro entre lágrimas era que había ido al velatorio sólo con la finalidad de comer algo y garronear, en lo posible, algún café.
La sorpresa que esta declaración produjo a Esther no fue menor que la piedad maternal que ese hombrecito gris le provocaba.
-Esta misma noche –le confió a Pedro al oído- usted va a venir a cenar conmigo.
Pedro la miró asustado, con su cara de ratón avieso a centímetros escasos de la de ella.
-Y no me diga nada –dijo Esther-. Lo espero a las ocho y media.
Acto seguido, Esther abrió su cartera negra (pues negra era la cartera, así como su vestido, como correspondía a la viuda que ahora era) y anduvo en ella un rato con los dedos. Pedro no entendió qué era lo que esa mujer pretendía cuando ella deslizó una mano subrepticia en el bolsillo derecho de su saco.
-Ahora váyase –le dijo Esther en un susurro-. Y recuerde: esta noche, ocho y media. En punto. Vivo en el número 3430, departamento G, el tercer timbre.
Cuando Pedro alcanzó por fin la calle y anduvo en la madrugada de penumbras que había sitiado toda la ciudad, recordó la mano de ella en su bolsillo y buscó en él hasta dar con un hallazgo que lo hizo estremecer: un flamante billete de cien pesos, doblado hasta lo imposible, como si Dios o el Destino hubiera puesto esa dádiva mágica en su saco.
Pedro tomó el billete, se lo acercó, doblado, a la nariz, y comprobó que del billete huía el perfume que huía del cuello de ella, ella de quien no sabía su nombre, sólo sabía que lo había abrazado, que era una mujer recientemente viuda y que vivía en el número 3430, departamento G (el tercer timbre), a unos pocos pasitos de su casa.

miércoles, julio 25, 2007

1999

V


Entonces, sucedió. La vi. Sí, así de natural: la vi. Y fue tan adecuada su figura recorriendo un sendero de la plaza, estaba tan cargada de contexto, tan corpórea debajo de las copas de los ficus plagados de palomas, que a mí me pareció increíble y hube de incorporarme bruscamente para corroborar que, sí, en efecto, se trataba de Ella y no de otra. Giré la cabeza para mirar a Leo, para encontrar una mirada cómplice, alguien a quien contarle que ahí estaba, caminando y llevando su morral, delgadísima dentro de un vestido que era como un heraldo del verano, era un vestido corto, blanco, y se alejaba. Y como Leo ahora tenía los ojos entrecerrados, decidí dejarlo ahí, tirado, le dije: “En seguida vengo” y me puse de pie de un solo salto.
Eché a correr por el césped de la plaza, llegué al sendero y ahora trotaba hasta llegar a Ella que se había detenido en una esquina, esperando a que cesara el tránsito, el semáforo cambiara de color y la calle se despejara finalmente para poder cruzarla y alejarse, de mí, de mi mirada, de mi vida.
Aminoré la marcha hasta que estuve a un metro de distancia, un par de pasos, ahora prácticamente le tocaba con el confín de la nariz el pelo y no pude evitar estremecerme al sentir la fragancia de su cuerpo. Vi que tenía una hebilla ovoide, rosa, en la parte superior de la cabeza. Y me quedé prendado de esa hebilla.
A veces, el universo parece concentrarse en un punto preciso del espacio y todo lo que uno puede pensar, desear o presentir guarda un vínculo estrecho y distintivo con ese punto en el que nos fijamos. Así, al mirar la hebilla, yo puedo asegurar que estaba viendo (o pensando o deseando, presintiendo) la vivencia común que iba a existir entre esa chica y yo, en un futuro que (lo presentía) podía calificarse de inmediato. Pronto Ella y yo andaríamos, de la mano, andando un piso pétreo y desigual, a la vera de un lago de Palermo. Pronto la llevaría en mi bicicleta, sentada de costado sobre el caño, a recorrer pasajes y avenidas. Una noche Ella y yo, al aire libre, haríamos el amor bajo la luna.
Podía ver de algún modo todo eso mientras veía la hebilla en su cabeza.
Entonces tuve una de mis estúpidas ocurrencias: se me ocurrió dar un soplido corto, fugaz pero potente, entre las hebras claras de su pelo. Esto era algo que yo hacía, a veces, cuando viajaba en colectivo y me tocaba estar sentado detrás de una mujer de pelo lacio; las destinatarias de tan inesperados soplidos en la nuca, reaccionaban de modos muy disímiles; la mayoría, en principio, movía un poco la cabeza hacia los lados pero no se volvía para mirarme; entonces yo insistía y soplaba nuevamente hasta que, algunas de ellas, llegaban a enojarse de verdad y una vez una mujer algo mayor, dio vuelta la cabeza de repente y me mandó sin prólogos inútiles a la mismísima concha de mi madre; ésa fue, lejos, la mejor de las reacciones obtenidas.
La mejor, hasta que di con Ella y su reacción. Porque Ella no atinó a decirme nada, tan sólo se volvió para mirarme y, al descubrir sus ojos en los míos, sentí que era la primera vez que la veía. Y Ella sonrió. Nada más eso: sonrió, pero con eso bastó para ablandarme. Le dije: “Oíme”, pero mientras hablaba su cara se deshizo, volví a ver el pelo lacio con la hebilla y en seguida el vestido que cruzaba, Ella ya estaba enfrente, caminaba y desaparecía entre la gente. No podía permitir que se alejara, que huyera así, sin más, luego de haber estado tantas noches en otro mundo onírico con ella. Salí como una bala, esquivé un auto y gracias a que un colectivo frenó en seco hoy puedo estar acá contando esto. Ella ya andaba por mitad de cuadra y creo que en dos, apenas, o tres saltos estuve ahí a su lado nuevamente. “Esta vez –pensé- no se me va a escapar así no más” y la tomé del hombro con firmeza. La atónita expresión de su carita, cuando giró, para mirarme, la cabeza, me hizo dudar de pronto de todas las certezas de mi vida.
-Oíme, por favor –fue lo que pude decir, mientras la mano que había estado en su hombro, caía, como un emblema, a mi costado-. Necesito tu nombre. Tu nombre.
Y Ella, sin que ese halo lustral de incertidumbre abandonara el sitio de su cara, dijo:
-Laura.
(Imagino que un esbozo de sonrisa aún persistía en su boca. Lo imagino.)
-Laura, yo te busqué durante tanto tiempo. Si supieras… Mirá.
Y aquí metí la mano en el bolsillo del pantalón en el que estaba el lápiz desde que ella, esa vez, en el Centro de salud Mental, me lo había dado, y lo puse ante sus ojos como un hecho.
-Es tuyo ¿no?
Laura miró mi mano alzada, trémula, el lápiz en la palma como un signo, y asintió, sin hablar, con la cabeza.
-¿Ves? –dije, como si la simple presencia de ese lápiz lo explicara todo: mi soplido en la nuca, mi carrera, la crispación de aquella mano ansiosa que había asido la carne de su hombro…- Yo te vengo siguiendo desde siempre. Pienso en vos…
-Ahora me tengo que ir –me dijo Laura.
-¿Vas a ir al Centro de Salud Mental?
-El viernes. Voy los viernes –dijo.
-Bueno. El viernes voy a estar ahí, si vos querés.
Laura esta vez no dijo nada pero hizo algo que fue toda una respuesta: me sonrió, otra vez, aunque ahora franca y abiertamente, fraguando esa sonrisa para mí. De inmediato dio media vuelta y empezó a alejarse. Ella ya estaba lejos cuando advertí que el lápiz aún estaba en la palma de mi mano.
-¡Laura –grité-, el lápiz!
-¡Guardámelo hasta el viernes! –gritó ella y prorrumpió en una amplia carcajada que me dejó pensando todo el día. ¿Se había reído, de esa manera, aguijoneada por una emoción noble, corroborando, por decirlo así, la cita que teníamos el viernes? ¿O, por el contrario (¡no, pero esto que pensaba era terrible, no podía ser por esto!), su carcajada había sido de desprecio, se reía mofándose de mí, de mí, que la corría atolondrado por la calle, que le agarraba el hombro y le pedía su nombre y que luego, por toda explicación, sacaba un lapicito del bolsillo y lo blandía ante ella como un símbolo? ¿Se había reído de mí? ¿Se había burlado?
La respuesta a ese interrogante no la encontré en la calle, ni en los autos ni en las palomas de la plaza. El mundo debía seguir su curso ciego, el orden inmutable del que tanto Leo como yo éramos partícipes. Y sin embargo, al volver a Leo, mientras cruzaba la plaza con las manos hundidas en los bolsillos de mi jean, yo sabía, con la seguridad con que ahora sé que late mi corazón y soy humano, sabía que algo fundamental había ocurrido. Laura era el tiempo de la buena nueva, el pacto de la alianza, el círculo. Ahora sabía su nombre y barruntaba: “Francisco Luis Bernárdez, nunca leí ese libro pero te admiro sólo por su título: ¿qué sucedía en la ciudad sin Laura?”
Leo estaba sentado, mirando torpemente la avenida, en el borde de piedra de la fuente. Me paré frente a él. Alcé las cejas.
-¿Adónde fuiste? –dijo.
-Necesitaba caminar. ¿Y vos? ¿Qué estás haciendo?
-Nada. Lo que se dice nada. ¿Vamos?
-Vamos.
Leo se levantó y, al caminar, noté que se había ido hacia otro lado, que su cabeza estaba en otra cosa. La presencia de Laura en ese día, en ese mediodía que ahora entraba en las primeras horas de la tarde, de algún modo indirecto u osmótico, había afectado también el proceder de Leo y ahora Leo era parte del influjo que Laura, su mirada, y su risa fatal y su vestido, la hebilla de su pelo y su morral, irradiaban en torno de mi vida trastocando los seres y las cosas.
Y como no tenía sentido seguir pensando en ella, cuando Leo mencionó la posibilidad de ir a la casa de Esther, confié secretamente en el criterio vicioso de mi amigo y agradecí a mi alma la existencia de aquella alternativa: Esther, la tía de Leo, la puta.

jueves, julio 19, 2007

DIARIO

Había pasado tanto tiempo sin escribir ni un puñado de palabras, que ahora, ahora que por fin podía sentarse ante el cuaderno, en lugar de escribir, se colgaba escuchando las canciones de Sabina que sonaban de fondo, más allá del azar y de la muerte, como alguna vez había dicho el viejo Borges. Y, sin embargo….
Sin embargo una inefable confianza nacía bajo sus dedos mientras garrapateaba algún vocablo, alguna idea. “LA NOVELA”, obvio, la novela. Era eso lo que rondaba su cabeza. O sea, ponerse a escribir una novela, pero lo exótico era que para escribir esa novela, Gómez sabía (creía) que debía necesariamente abandonar casi toda actividad que no fuera ésa, la escritura, en casi todos los órdenes de su vida. Para escribir debía dejar de ser padre, marido, trabajador, humano. Dentro de su curiosa monomanía, Gómez alimentaba una superstición propia: esa que le decía que, si escribía, si se dedicaba exclusivamente a eso, a emborronar papeles y hojas sueltas, toda otra actividad de su vida quedaría abortada de cuajo, porque una invisible pero insoslayable sensación de absurdo la volvería inconsútil, inútil, innecesaria.
Pero bueno, Gómez pensaba todo esto envalentonado por el medio litro de vino blanco que, a sorbos, había ido agregando a esa fosa sin fin que parecía ser su estómago.


Bah, ya no podés escribir nada, puto.

(No creas, hijo de puta. No creas.)


Algo que de verdad extraño es la poesía. A ella sí la extraño.

Acaso deba, como hace años que no hago, empezar a leer filosofía. Acaso.

Siento la necesidad de explorar, en lo que respecta a la vida intelectual, zonas que (y espero que se entienda esto que digo) encuentren una confirmación, una corroboración de índole física.

jueves, julio 12, 2007

1999

IV



Salir a caminar con Leo me gustaba. En esa época yo estaba un poco fóbico y me costaba salir solo a la calle. Pero con Leo era todo diferente. Él aceptaba de manera natural mis mañas y mis cuitas y no me hacía demasiadas preguntas cuando afloraba algún rasgo de mi carácter excéntrico. Lo aceptaba, simplemente, como uno acepta la lluvia en un día húmedo o la melancolía en un domingo. En realidad, él todo o casi todo lo tomaba así y no se molestaba demasiado por dar vueltas los seres o las cosas. Yo, en cambio, siempre estaba buscando la Verdad revolviendo entre líquenes y piedras, hundiéndome en el fango de la Historia y las más de las veces era en vano; me quedaba parado en una pierna, abrazando con versos a un pasado repleto de dolencias desleídas.
Le propuse a Leo que fuéramos a fumar a la plaza de la fuente y él aceptó gustoso. Y como la plaza de la fuente estaba sólo a dos cuadras del Centro de Salud Mental, vi una buena ocasión para pasar y ver si estaba Ella, aquella cuyo nombre no sabía pero que ya habitaba en mi interior e informaba mis noches de futuro.
Cuando llegamos a la puerta Leo dijo:
-Yo ahí no entro.
-Bueno, esperame acá.
Entré, recorrí con paciencia los pasillos, atento a divisar entre la fauna la figura de Ella, pero no. No estaba. Pasé ante la puerta de la oficina de la mujer obesa; tuve la tentación de entrar, de entrar y de decirle algo doliente, de putearla, pero pensé que si quería hallar a Ella tendría que volver un día y no iba a ser agradable cruzarme con la gorda luego de haberla puteado. En fin, la cuestión era que Ella no estaba y ahora una desazón secreta y fría se abría paso a través de mis entrañas. No lo quise admitir ante Leo, pero la circunstancia de no haber encontrado a esa muchacha era como una mancha en la mañana.
Caminamos las dos cuadras en silencio, llegamos a la plaza y nos sentamos en el borde de piedra de la fuente mirando hacia la avenida, inquieta y turbadora en esa hora contaminada de un rumor de autos.
-No te pongas así, che –me dijo Leo, aunque yo no había hablado en absoluto acerca de mi decepción. Pero Leo me conocía demasiado-. Ya la vas a encontrar. Esperá un poco. Tenés que tener paciencia.
Hice un gesto con las manos y la boca como diciendo: “Ya sé, no importa, no tenés por qué decirme nada”, pero me traicioné al decir:
-Necesitaba verla, Leo. Estaba segurísimo de que hoy la iba a encontrar.
-¿Por qué?
-¿Por qué estaba segurísimo? No sé. Pero te juro que estaba segurísimo.
-Che, cambiando de tema, ¿te parece que da para fumar?
Miré en torno girando la cabeza y Leo tenía razón: había demasiada gente, pero ningún policía.
-No sé, yo creo que sí –dije.
Leo empezó a asentir con la cabeza y le pasé el encendedor.
Encendió el porro y le dio una larga, apasionante pitada, alzó las cejas mirándome e indicándome así que estaba rico y, por segunda vez en ese día, sonrió. Largó el humo haciendo sssssss… entre los dientes y volvió a succionar, esta vez con más calma, más despacio. Ahora todo lo que hacía era mirarme, me miraba y ni siquiera parpadeaba y yo sabía que de un momento a otro iba a sacar el tema de su talento creativo, sus escritos, pues siempre se ponía a hablar de eso cuando fumábamos. Volvió a largar el humo, esta vez por la nariz y echando la cabeza para atrás; ahí se quedó, un rato, contemplando aparentemente el cielo. A esa altura, le iba a pedir que me pasara el porro, cuando dio muestras de que se estaba relajando, ya que, directamente, se acostó sobre el declive de piedra, me dijo: “Acostate” y volvió a succionar con parsimonia el porro que cada vez era más chico.
Yo no quise acostarme porque pensé que estábamos demasiado expuestos, fumando marihuana ahí, apostados en el borde de la fuente, al mediodía, rodeados de ese universo urbano pletórico de gente.
Por fin, Leo me pasó el porro y empecé a fumar. Estaba rico, era cierto. A veces Leo traía una marihuana que resultaba áspera a la garganta, pero ésta era suave, meliflua y uno podía saborear el humo aplastándolo, haciéndolo bailar un vals armónico entre el filo convexo de la lengua y la concavidad del paladar. Me quedé así, sentado mientras mi amigo descansaba, dándole algunos besos a ese porro hasta que oí, distinta, lejanamente, la voz de Leo que preguntaba de modo previsible:
-Nico, ¿vos creés que tengo talento, yo?
Él, no sé por qué, aunque en parte lo sé, me había tomado por chamán, por guía, por maestro, cuando todo lo que yo había hecho era pasarle algunos libros aunque sin la menor esperanza de que los leyera. No obstante mi desconfianza, Leo leyó ese primer par de libros que le di y luego los comentamos largamente en tardes matizadas por el mate dulce y música de los Beatles o Beethoven. Esos primeros libros que le di, eran: El lobo estepario, de Herman Hesse y las entrañables Cartas a un joven poeta de Rilke. Leo confesó sentirse “plenamente identificado” con el protagonista de la novela de Hesse y, por otra parte, dijo que ciertos tópicos que Rilke abordaba en sus cartas tales como el amor, la soledad, la sexualidad y el juicio para estimar el propio talento (Leo tenía una obsesión con el talento) lo tocaban “muy de cerca”. Desde luego, esa empatía con la literatura nos unió y desde que mi amigo me devolvió esos dos primeros libros sembrando nuestra amistad de comentarios respecto de lo que en ellos se decía, empecé a verlo con ojos diferentes. Hasta entonces, Leo había sido un partenaire ocasional, para mí, alguien con cuya simple compañía los días aciagos y su desarrollo no eran tan graves como parecían. Pero a partir de esa pasión común, los libros, la escritura, un nuevo Leo aparecía ante mí mandándome y demandándome respeto.
-Nico, ¿tengo talento yo? –seguía diciendo desde abajo Leo.
Lo cierto fue que empecé a compartir con él mis libros, mis gustos en materia de libros. Lo segundo que le di para leer fue Cien años de soledad. Recuerdo que, al darle el grueso volumen, dije: “Es uno de mis tesoros. Cuidalo. Son cien años, pero me conformo con que leas cincuenta”. Sí, sí, yo sé que me ponía en una posición de mierda, de sabiondo, pero me encantaba guiar a Leo por un terreno en el que yo me había tenido que abrir paso a los ponchazos. Y esto lo digo porque supongo que si alguien, en mi temprana adolescencia o incluso mi pubertad, me hubiera puesto ciertos libros en la mano, mi vida sin duda hubiera sido más feliz, menos insoportable, más artística.
-Nico, creo que no tengo talento.
Ahora su voz se oía como una letanía. Distante y monocorde, el aire traía mi nombre: “Nico…” “Nico…” “…yo… no tengo talento…”.
Finalmente también terminé acostándome.
-Leo
-Qué.
-Qué rico fazo.
Él no me contestó, pero alzó su mano izquierda y me dio dos, tres, cuatro palmadas de amor en la cabeza.

lunes, julio 09, 2007

NIEVA

Lunes. Feriado. Me levanto a las 8 de la mañana. Me siento ante la PC. Voy a escribir un rato. Eso espero. Sin mate. No tengo ganas de preparar mate. Creo, pienso, que hoy puedo encontrar algo, al escribir; hoy puedo alzar una palabra al aire y verla y escucharla y buscar otra palabra que la siga y encontrar, mediante ese devenir, un centro, una verdad, no sé, una malla de palabras que al cruzarse encuentren por inercia su sentido. Bien.
Mi hijita se levanta a las 8 y 5. Ergo, no voy a poder escribir como quería. La alzo: "Buen día rayito de sol!" le hago upa y nos quedamos un ratito así, abrazados.
No sé cómo pero llega el mediodía. Pido comida por teléfono. Mientras, mi hijita y yo miramos Heidi, en la PC.
Tengo encendidas en casa dos estufas, una de gas y otra eléctrica, pero sé que está haciendo mucho frío, por eso cuando suena el timbre del portero, abrigo a mi hija con un buzo polar (o como diablos se llamen esos buzos térmicos) y bajamos a abrir. Estamos esperando el ascensor y una vecina abre la puerta de su departamento.
-Así vas a ir? En remerita? Sabías que está nevando en Carmen de Areco?
-Está bien, Ruth (pongamos que se llama Ruth, mi vecina), voy hasta abajo y subo.
Me meto en el ascensor antes de que me diga nada más. Pero esa fue la primera noticia de la nieve.
Dos horas más tarde, mi mujer, que está con su familia en Zárate, me llama arrebatada de emoción:
-Pedro, está nevando! Está nevando, Pedro!
-Si, ya sé -digo haciéndome el entendido en la materia-. Está nevando en Carmen de Areco.
-No, acá! -me dice Clara.- Está nevando acá! -y me corta.
Miro por la ventana y veo una leve garúa, el lavadero húmedo, nada más.
"La nieve, otra vez" pienso mientras mi hija utiliza los libros de mi biblioteca como rastis. Y pienso además que yo nunca vi la nieve.
Ahora, a las tres y pico de la tarde, me llama por teléfono mi vieja.
-Pedro, hace frío, mucho frío.
-Sí. Está nevando.
-No, cómo va estar nevando. Hace frío, no más.
-Está nevando, Vieja.
Hablamos tres cosas más y nos despedimos. Al minuto, suena el teléfono de nuevo.
-Tenías razón, nieva. Nunca en mi vida vi nevar -dice mi vieja- y si vos no me lo decías yo no me iba a dar cuenta.
-Te hubieras dado cuenta igual, Vieja.
-No. Me lo dijiste vos. Gracias. Gracias.
Y corta.
Entonces, a instancias del llamado de mi vieja, me siento ante la ventana y miro la nieve. No me parece nada extraordinario y, sin embargo, por un mometo siento que es hermosa.
Estoy solo. Mi hija se fue con la mamá.
Ahora sigue nevando.
Nieva.
Quiero escribir algo que hable de eso, de la nieve, pero no esto, quiero escribir un soneto en un cuaderno.
Ahí tengo un vino tinto Norton, que me espera.
(Cuando termino de escribir "...que me espera" suena el teléfono, alzo el tubo y no contesta nadie. Se oye un ruido de vasos y de platos, permanezco en silencio y nadie dice nada. Cortan.
Inmediatamente suena el teléfono de nuevo. Alzo con suspicacia el tubo y Clara dice "Hola, no me escuchás?!" Es ella quien llamó antes. Está en el Jumbo de Zárate (?) y me pregunta si quiero algún libro de la mesa de saldos. Está casi todo Wilcock, dice. Y un libro de Sasturain. Le digo que me traiga todo lo que valga la pena. Cuelga.)
Ahora la nieve cae en remolinos que parecen copos suaves en el aire de la tarde.
Qué hace la nieve, así, en mi soledad?
Será cierto?
Será nieve?

sábado, julio 07, 2007

1999

III




Era un jueves nublado de diciembre. El aire tibio y manso de la mañana porteña recorría las piezas de la casa anticipando un día de humedad. Yo estaba echado en la cama, de costado, con la mirada fija en una mancha cenicienta del techo de la pieza. Siempre miraba esa mancha si precisaba pensar. O, más que pensar, “entrar en clima”. Para mí “entrar en clima” no era otra cosa que encontrar una disposición favorable de ánimo para ponerme a escribir. Y, no sé por qué, siempre buscaba ese “clima”, esa puerta de entrada, digamos, mediante el ejercicio de una actitud contemplativa. O sea que podía estar mirando durante media hora una foto, una grieta en el piso o las líneas de la palma de mi mano antes de disponerme a escribir algo. Pero lo que esta mañana me tenía deparado estaba muy lejos de la tranquilidad para la que me preparaba. A las once sonó el portero eléctrico. Era Leo. En el momento en el que oí su nombre tuve la grave intención de no decirle nada, que su voz quedara cesante y sin respuesta pero en seguida dijo: “Nico, Nico” y tuve que decirle que subiera.
Leo era alto, morocho, gordo. Tenía el pelo cortado al rape y prácticamente carecía de frente. Dos cejas estentóreas como brochas se alzaban sobre los ojos diminutos.
-Qué hacés, boludo –saludó Leo.
-Pasá –dije abriendo la puerta.
-¿Estabas escribiendo?
-En realidad, sí –mentí-. Pero no importa.
-Me voy, si querés –se atajó Leo.
- No, boludo. Te dije que no importa. Prepará mate.
Leo se manejaba por la casa como si fuera un miembro más de la familia. Habíamos sido compañeros de primaria, aunque en la primaria casi no nos tratábamos. Tenía una madre alcohólica y un padre drogadicto y eso, el hecho de que su casa fuera un caos, hacía que yo lo quisiera un poco más que a todos mis compañeros de entonces; él siempre estaba solo, siempre como apartado y afligido. Eso, en la escuela primaria. Ahora, que tenía como yo veintidós años, a Leo en realidad no parecía importarle mucho casi nada, salvo salir a caminar, masturbarse de manera cotidiana y leer toda la obra de Cortázar.
Con el mate en una mano y la pava en la otra, Leo venía sonriendo para sí y eso no era nada usual en él.
-Qué pasa, Leo.
-¿?
-¿De qué te reís?
-Pienso en eso que me dijiste el otro día… Eso, que yo puedo escribir como Cortázar…
-No, no te equivoques. Lo que yo dije fue que vos podías escribir, que tenías un talento potencial, un don. Pero más que Cortázar lo ideal sería que pudieras llegar a ser vos mismo, en tu escritura. Eso fue lo que dije.
Leo se quedó mirándome y comenzó a hacer muecas con la boca, que era lo que él hacía cuando pensaba. Entonces me acordé literalmente lo que le había dicho, respecto de su talento de escritor. Lo recordé porque era algo que yo pensaba a menudo. “Va a llegar un momento –le había dicho- en el que, mientras estés leyendo a Kafka, a Borges, a Cortázar, vas a decir: Cielos, pero si yo puedo ser Kafka, ser Borges, ser Cortázar, o, lo que es mejor, vas a decir: ¡Cielos, yo puedo ser yo mismo, ser Leo! Y ese va a ser sin duda tu punto de partida, el momento a partir del cual no puedas, en tu vida, hacer otra maldita cosa que no sea escribir, escribir, escribir. Eso, desde luego, si sentís que tu vocación es escribir.” Algo así le había dicho, a grandes rasgos. Y él, cuando se lo dije, se había quedado mirándome como me estaba mirando ahora: la cara algo ladeada y la mirada inmóvil, los labios contrayéndose y dilatándose para luego volver a contraerse, como si un corazón pequeño, bipartito, hubiera tomado el sitio de la boca.
Mientras tanto, mientras elucubraba, Leo se había colgado con el mate y sin decirle nada lo agarré, también la pava y me puse a cebar para mí mismo.
-¿Trajiste el fazo?
Leo esperó bastante para responderme, bien porque estaba pensando, todavía, o bien porque sabía que yo esperaba el fazo con ansiedad y quería dilatar mi expectativa.
-¿Trajiste el fazo, Leo? –dije alcanzándole un mate, como para que despertara del letargo.
-Mmmm… -hizo Leo haciéndose el estúpido, balanceando ahora la cabeza desde un hombro al otro.
-Mm qué -me enojé-. No te hagás el interesante. Si no lo trajiste, no me importa. ¿O pensás que no puedo vivir sin fumar eso?
Leo sonreía.
-No te enojés, bobo. Sí lo traje. Acá está. ¿Ves?
Sacó del bolsillito frontal de su remera un cigarrillo armado. No pude evitar la sonrisa que se me abrió en la cara.
-Ah, ¿ves?, para qué te enojás, si vos sabías que yo lo había traído.
Hacía muy poco tiempo que Leo y yo fumábamos. Unos meses, apenas. Todo empezó una tarde. Estábamos en la terraza de mi casa, adonde íbamos a veces a mirar el cielo y conversar. De pronto, sin que viniera a cuento de nada ya que hacía un rato que estábamos callados, Leo dijo:
-Mi papá, cuando quiere fumar, sube siempre a la terraza de mi casa. Yo a veces lo acompaño y él me empieza a contar un montón de cosas.
Yo sabía que el padre de Leo fumaba marihuana; había dejado la cocaína hacía unos años pero cada tanto salía y, según Leo, volvía “duro de merca” después de un par de días.
-Pero vos no fumás, ¿no? –le pregunté.
-No, nunca probé, pero me gustaría probar un día, solamente probar. Con vos.
-¿Conmigo?
-Sí, no sé cómo me va a pegar -meditó Leo- pero creo que si estoy con vos me voy a sentir mejor.
-Eso me honra, hermano –fue todo lo que se me ocurrió decir.
En ese tiempo, digamos entre los veinte y los veinticinco años, yo me había propuesto permitirme vivir todo aquello que se me presentara como verdadero. Y aquí tenía una oportunidad de poner en práctica ese lema. Así que cuando Leo, al día siguiente, se apareció con un troncho grueso del tamaño de un habano, no pude menos que pensar que eso era ciertamente verdadero y aunque sentí temor por las imprevisibles consecuencias que el efecto de la hierba consumida podría producir en mí (y en Leo), me prometí que, en cuanto mi vieja se fuera a trabajar (Leo llegó cuando ella se estaba bañando) nos íbamos a fumar ese fenómeno.
-¿En qué andan ustedes dos? –dijo mi vieja, que conocía a Leo casi tanto como a mí. Nosotros, sentados en el living-comedor, esperando a que ella se fuera, cruzamos miradas cómplices-. ¿En qué andan, eh? –repitió mi vieja con una sonrisa torva.
-En nada, Gladis –dijo estúpidamente Leo poniéndose colorado.
Mi vieja me miró.
-En nada –dije estúpidamente yo, avergonzándome también.
Mi vieja se llevó un dedo a la ojera que caía de su ojo izquierdo y presionó la piel para abajo, dos veces.
-Ojo –dijo -. Ojo.
Me pregunté cómo diablos se habría dado cuenta no digo de que íbamos a fumar marihuana, porque era imposible que pudiera saber eso, sino de que había algo raro en el aire, entre nosotros. Leo tuvo una suposición al respecto, suposición que expresó verbalmente en cuanto mi vieja salió y cerró la puerta y escuchamos el ruido de sus tacos alejándose por el piso del pasillo:
-Estábamos muy callados, Nico.
La cara de espanto que tenía Leo me produjo profunda hilaridad y en seguida la carcajada que lancé fue la primera de una larga serie de carcajadas, berridos, risotadas, que llegaría a lo largo de la tarde junto con otras tantas sensaciones.
Después prendimos el porro. Con la primera seca, tosí; yo ni siquiera fumaba tabaco.
-Aspirá suavecito –dijo didácticamente Leo- y después tenés que aguantar el humo adentro todo el tiempo que puedas. Mirá.
Y entonces él pitó, tragó con lentitud una buena cantidad de humo, se le llenaron los mofletes y cometió un error: al pasarme el porro, me miró, así, con los mofletes llenos. Los dos estallamos en una carcajada y Leo me tiró la andanada de humo en medio de la cara.
Esa tarde, la primera tarde, nos fumamos íntegro el porro que había traído Leo y naturalmente nos cayó muy mal. A mi vieja le vaciamos la heladera.
-Tranquilo –me decía Leo mientras comíamos unas albóndigas con papas que habían quedado del mediodía-. No te preocupes. Siempre te da hambre después de fumar. Es por el bajón, ¿sabés?
Leo me dio la idea de ventilar la casa y me dijo que siempre que fumáramos debíamos ventilarla, por mi vieja.
Así había sido la primera tarde.
Después de esa vez aprendimos dos cosas:
1era.: siempre que fumáramos debíamos tener comida a mano, porque pocas cosas hay en la tierra peores que un bajón de fazo sin comida a mano.
y 2da.: ¡no teníamos que fumar tanto! Un cigarrillito fino estaba bien, no hacía falta que nos fumáramos un tronco como el que trajo leo para nuestro debut.
Desde entonces, Leo cada tanto traía un porrito que nos ayudaba a pasar felices el tiempo de la tarde. Aunque hoy mi amigo parecía traer planes diferentes.
-Salgamos, Nico. Quiero que fumemos afuera. En la calle, en una plaza. Afuera.
Me quedé mordiéndome los labios.
-Yo no quiero salir, Leo.
-¿Por qué?
Dudé antes de decirle:
-Tengo miedo.
-Miedo de qué, Nico.
-No sé, pero siento mucho miedo cada vez que tengo que salir. Transpiro, el corazón me late demasiado…
-Y eso que no estás fumado –acotó Leo-. Pero salí conmigo, en serio. Te va a hacer bien.
-O.K.
Leo guardó el porro en el bolsillito frontal de su remera, me mojé u poco la cara y la cabeza y en silencio salimos a la calle.

lunes, julio 02, 2007

LA ESPERA

"Conozco mi naturaleza problemática y he tratado de contenerla con intención creativa. No es por culpa mía por lo que me encuentro solo y expuesto a la tentación, pero espero sinceramente que no vuelva a suceder. Confío en no haber hecho daño a ningún ser querido. Lo peor es que he quedado en una posición en que tal vez me veré forzado a mentir."
John Cheever, Diarios


LA ESPERA
Con lo diarios de Cheever en la mano
y una mañana absurda por delante,
el súbito sopor o el delirante
destino de mi voz está cercano.
Una silla en la luz, aquí una taza,
más allá mi cuaderno desleído
y el hábito de un tiempo detenido
en la trampa consciente de la casa.
Alguien ha de llegar (eso sospecho),
se avecina la voz de una visita.
En tanto la palabra resucita,
mis ojos echan anclas en el techo.
¿Cuántas veces busqué con gesto vano
verdades encubiertas en las cosas?
Hoy busco las palabras prodigiosas
con los diarios de Cheever en la mano.

domingo, julio 01, 2007

1999



II

El episodio de la muchacha pálida ocupó buena parte de mis pensamientos de los próximos días y semanas. Naturalmente, imaginé el contexto de su circunstancia. Ella sufría, sufría mucho y necesitaba alguien que la amara. Seguramente vivía sola con una madre o una tía a la que casi no se cruzaba en todo el día; le gustaba leer y particularmente leer poesía; acaso tenía un gato gris, pequeño, que tenía nombre de rey; Arturo, Enrique, no sé.
Pero lo que sobre todo imaginaba era nuestro próximo encuentro en una plaza. O sea, el encuentro sin duda se verificaría en el Centro de Salud Mental, pero a dos cuadras de él había una plaza. Y a mí me gustan las plazas. Ésta, en particular, era una plaza que tenía una fuente. (A veces, algunas de las moches del verano, yo llegaba a esa plaza en bicicleta, me sentaba en el borde de la fuente y me quedaba así, mirando el cielo.) Por lo que yo creía, en un futuro más bien corto, una tarde, andarían caminando por la plaza un chico con mochila y una muchacha pálida; él, en algún momento, sacaría de la mochila un papel y ella miraría al chico haciéndose la tonta. Después, el beso. Es ella quien lo besa; él siente que ese beso lo vuelve poderoso, en el papel que lleva en la mano escribió un soneto. La muchacha, esa noche, encerrada en el baño de su casa, recorre por quinceava vez los versos construidos con pueril caligrafía, los besa y los guarda en un libro que después lleva consigo a la cama.
Ese vago y posible pensamiento era, en las horas altas de la noche, un precioso alimento para mí. Y pese a que pensaba y por pensar no estaba, de algún modo, en la noche de la casa de mi vieja, esa noche se me adhería a la piel y era la vida.
La vida.
Mi vieja dormía en el living-comedor, yo en una habitación en la que había dos bibliotecas llenas y algunas pilas de libros por el piso. La casa (el departamento) contaba con otra habitación, a la que preservábamos vacía para que allí durmieran nuestros muertos. Mi abuela, principalmente. Murió cuando yo tenía dieciséis. Padeció, durante la segunda mitad de su vida, esquizofrenia y el último de sus años lo pasó básicamente sufriendo, paralizada por una hemiplejía, navegando de hospital en hospital, hasta morir. Y yo creo que si empecé este escrito fue para hablar de ella, de mi abuela.
La versión de mi vieja acerca de la enfermedad de mi abuela era que se había quedado así, y cuando mi vieja decía así quería decir esquizofrénica, por culpa de las pastillas para adelgazar, es decir que de joven mi abuela habría ingerido cantidades industriales de ese tipo de pastillas y eso le habría afectado la sesera (pero nunca mencionaba el hecho de que mi abuelo, que fue ladrón y a quien nunca conocí, era un gran hijo de puta y, quién sabe, acaso halla sido responsable, en parte, de la triste locura de mi abuela).
Releo un poco más atrás y veo que había puesto que mi plan previsto era hablar del 99. Sí, es cierto. Pero ahora descubrí que si empecé este escrito, fue para hablar de mi abuela. O sea que mi plan ahora es hablar del 99 y de mi abuela, en ese orden. Por lo tanto, olvidemos a mi abuela (que por cierto murió en el 92) y volvamos a la muchacha pálida, a la noche.
De noche, recostado en la cama boca arriba, respiraba la locura de la casa sabiendo que en cualquier momento podría aparecer mi vieja en el vano de la puerta, muñida de una botella de agua bendita, y un aluvión de gotas redentoras podría caer de pronto sobre mí. Yo no puedo explicar aquí los sobresaltos que tuve al recibir, por ejemplo, esas gotitas frías en la espalda cuando estaba durmiendo boca abajo. Era terrible. La reacción concomitante de mi parte era lógicamente una puteada, pero entonces mi vieja ya no estaba: había huido veloz a la cocina, había cerrado la puerta y yo me quedaba solo, con una mano alzada hacia la nada, congelada en el gesto de putear, mordiéndome los labios, iracundo.
Y es que, ¿qué podía hacerle a esa mujer, mi vieja? ¿Qué cosa podía decirle? Ella siempre transitaba esa frontera que está entre la razón y la locura. Entonces, ¿qué podía hacerle? ¿Qué cosa iría a decirle? A mí lo que me importaba era que pronto volvería a ver a la muchacha de cuya imagen me había enamorado. Lo demás (la noche, mi vieja, su locura) era una especie de larga pesadilla de la que (yo confiaba) más temprano que tarde iba a salir.