domingo, junio 24, 2007

1999

I


A ver (esto es un poco difícil de decir), ese fue un año en el que empecé a tomar pastillas ansiolíticas, pastillas que me recetó un siquiatra, empecé a laburar de hornero (era verano y frente a las puertas de los cuatro hornos que yo tenía que manejar, sudaba como un fakir enajenado, limpiándome a cada rato, con los brazos, la humedad excesiva de la cara); o sea que yo tomaba pastillas, que era verano y yo hornero, y además hice un curso de teatro en el que conocí a Cecilia, uno de los amores de mi vida, digamos que esto podría empezar así.
Pero, en realidad, lo importante había empezado un poco antes. El año anterior a éste, el 98, lo pasé casi por completo encerrado en el departamento de mi vieja, que por entonces también era mi casa; es decir, podía pasar dos, tres o cuatro meses sin salir a la calle, tiempo durante el cual mi actividad prácticamente exclusiva era escribir, escribir para la posteridad, para la gloria y para no tener que trabajar. Porque yo no quería trabajar; quería escribir. Ni siquiera quería estudiar; quería escribir. Y entonces escribía todo el día, desde la madrugada hasta la tarde. Tenía veintidós años, vocación y me encontraba obscenamente solo.
En esa época la noción del sonido y del silencio, estaba en mí mucho más viva que hoy. Para escribir, siempre, indefectiblemente, tenía que taparme con la palma de la mano izquierda, o con el índice de esa mano, el oído, para poder redactar siquiera un párrafo, un soneto. En tales ocasiones, encerrado en mi pieza con la pava y el mate, el cuaderno y la cama como atril, si mi vieja estaba en el departamento gravitaba sobre ella la amenaza consistente en recibir insultos, gritos y hasta algún libro arrojado a la cabeza si llegaba a abrir la puerta, a interrumpirme. Después, después de escribir un rato o unas horas y cuando ya tenía seca la sesera, se apoderaba de mí una angustia sideral y nada parecía tener sentido sino la elucubración acerca de aquello que había escrito. Así viví durante un año o más (más, en realidad, pero no quiero llegar a hablar del 97 o del 96 porque me estaría escapando del plan previsto por mí: hablar del 99).
Esa (el encierro) fue la circunstancia que maceró mi angustia y me llevó directamente al Centro de Salud Mental en el que tuve mi primera aproximación al psicoanálisis. Allí me presenté un día, ante una secretaria obesa y pelirroja, que gastaba unas gafas gruesas y nubosas.
-Buen día.
La mujer bajó la cabeza y me miró por encima de las gafas. Pero no hubo respuesta de su parte. Como ella maniobraba unos papeles, pensé naturalmente que su intención tácita era que yo esperara, por lo tanto, advirtiendo la presencia de una ventana que traía los colores del jardín, me llevé las manos a la espalda, en actitud paciente, y me acerqué con calma a esa ventana a disfrutar dichoso de la vista. Permanecí un momento así, henchido de actitud contemplativa, hasta que, detrás de mí:
-Qué necesitás –dijo de pronto la mujer obesa, en un tono que daba a entender que yo no le agradaba y menos le agradaba mi iniciativa de acercarme a la ventana y mirar a su través.
-Buen día –repetí volviendo sobre mis pasos-. Estoy interesado en empezar una terapia.
Se reiteró lo mismo que al principio: la mujer, pelirroja, silente e impertérrita, se limitó a mirarme sin hablar, por encima de las gafas nebulosas. Un testigo casual de la situación habría creído, dada la manera en la que esa señora me miraba, que yo acababa de proponerle que practicáramos un acto de sodomía, por lo menos, tal era la iracundia sorda y sibilina que destilaban sus pupilas. Pero no; yo, sencillamente, acababa de saludarla y hacerle una consulta, nada más. Otra vez, sintiéndome incómodo ante los ojos de ella, esperé unos prudenciales cinco, seis segundos (contaba mentalmente esos segundos en tanto nuestros ojos se enlazaban) y finalmente giré, de nuevo, sobre mí, con la intención de regresar a la ventana.
-Decime, ¿vos sos tonto?
Eso me sorprendió.
-Señora…
-Primero me preguntás y después te vas caminando para allá!
-No, sinceramente…
Ahora sí que me sentía azorado.
-Decime tu nombre.
-Nicolás , Nicolás Sarquiz.
-Edad.
-Veintidós.
-¿Problemas de horario?
-¿?
-Si tenés problemas de horario.
-Ah, no, no.
-Bueno, tomá. Llená esta ficha.
Me entregó un papelucho con desdén y volvió a bajar la cabeza a sus asuntos.
La verdad era que no tenía bolígrafo, para completar el formulario que figuraba en la hoja, pero tampoco tenía el coraje suficiente como para pedirle uno a esa mujer. Así que salí de la oficina a uno de los largos pasillos del Centro de Salud Mental confiando en que podría cruzar a alguien que me prestara algo con qué escribir.
La fauna heterogénea del pasillo ameritaría un capítulo aparte, pero no me voy a detener en ella ahora. Sólo quiero mencionar el hecho que me impulsó a ir otra vez a ese lugar, luego de haber pasado por la oficina de la sarcástica mujer obesa. Cuando me vi en el pasillo, por el que iban y venían gentes de todos los tamaños y colores, mi primera intención era enfilar hacia la puerta de calle y escapar, pero fue allí cuando vi, medio apoyada en la pared, la cabeza encasquetada en una gorra de lana (era octubre o noviembre y hacía bastante calor), a una muchacha pálida y perdida, ajena por completo al tráfago incesante del pasillo y casi me animaría a decir ajena al uso del ejercicio racional. Era como una figura exangüe apartada de un cuadro de Toulouse; y ese estar aparte, ese carácter excéntrico y distante, era precisamente lo que la hacía más llamativa, más íntima, más interesante.
Algo que habita en mí y que me acerca de manera natural a las mujeres, al género femenino en general, hizo que me acercara a esa muchacha, me inclinara un poquito hacia su cara y en un susurro, casi, le dijera:
-¿No tendrías un bolígrafo para prestarme, por favor?
Aparentemente mi intervención categórica en su entorno, la perturbó. Se puso muy nerviosa y con dos manos flacas, evidentemente temblorosas, abrió una especie de morral que traía cruzado sobre el torso y sus dedos extrajeron de él un lápiz negro de punta más bien roma. El lápiz no me servía para escribir nada que hubiera de ser legible, pero no tuve fortaleza para negárselo.
-Gracias –dije-. Lleno esto y en seguida te lo alcanzo.
Me acerqué a una tarima que había contra la pared y adopté la actitud concentrada de quien llena un formulario, aunque en realidad todo lo que hice fue escribir, con ese lápiz gordo que parecía menos un lápiz que un delineador de labios:

ACABO DE ENCONTRARLA. EN REALIDAD, NO SÉ, PERO CREO QUE ACABO DE ENCONTRARLA. ESTÁ INDEFENSA, SOLA, Y ESTA MAÑANA SE LLENA DE SENTIDO POR EL HECHO DE QUE ACABO DE ENCONTRARLA.

Regocijado, escribía eso hasta que levanté la cabeza seguro de que ella me estaba mirando. Pero no. Había desaparecido. Miré por el pasillo a uno y otro lado, corrí hasta el recodo y miré allí: no estaba. Entonces salí corriendo a la calle y tampoco estaba ahí. Y sentí algo que había oído muchas veces: fue como si la tierra se la hubiera tragado. Desanimado entré de nuevo al Centro y lo recorrí de manera íntegra. Nada, no estaba. Experimenté un ataque de tristeza tan grande, que tuve unos deseos locos de escribir. Guardé el lápiz y el papel en un bolsillo, empecé a caminar y me dije que mi vida sería indigna
si no hacía todo lo posible para volver a verla.

4 comentarios:

Teodoradorna dijo...

pedro es un nombre lindo, ella debiera haberse llamado Estela.
Las estelas desaparecen, fugacean, pero quedan pegadas en algun rincón nuestro. Estela tendría que haberse llamado la muchacha, estela son las cosas que uno escribe, desaparecen pero quedan.
un abrazo y gracias por la visita

anais dijo...

1) Todas las secretarias/recepcionistas de cualquier centro de salud, no importa cual, tienen esa actitud enferma. Por suerte, esta, al menos con un cuasi insulto, respondió. Hay otras que ni siquiera eso. Alguna experiencia tengo con esa fauna indeseable. Lo único bueno es que, cuando se accede al médico/a, la actitud indeseable de la administrativa queda en segundo plano.

2) Nicolás Sarquís era el nombre de un excelente cineasta argentino, que se nos fue hace al´gun tiempo. No creo que sea la misma person, ya que no pudo tener 22 años en el 99. ¿Casualidad?

Pedro Kuy dijo...

Casualidad pura, Anais. Nico es un nombre que me gusta y Sarquís era el apellido de una compañera de primaria.

Teodoradorna dijo...

Bases y condiciones:
- Cada jugador cuenta 8 cosas de sí mismo.
- Además de las 8 cosas tiene que escribir en su blog las reglas.
- Por último tiene que seleccionar a otras 8 personas y escribir sus nombres/blog
- Por supuesto, no hay que olvidar dejarles un comentario avisando que han sido seleccionadas para este juego.

Cronopio
Emm
Pedro
Helmuntt
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Maria a secas