domingo, octubre 28, 2007

MISANTROPÍA

El hombre al que más odiaba se había mudado al departamento de al lado, ahora era su vecino. El día que se encontraran en el pasillo, el debería matarlo, a menos que fuera su vecino quien lo matara a él. De noche, sentado en el inodoro, mientras cagaba, se oía en su baño, ahí, a su lado, la voz del odiado. Evidentemente, la pared del baño era muy fina: dejaba pasar muy fácilmente la voz que lo enceguecía. No había nada que lo hiciera sufrir más, nada que le causara tanta vergüenza de sí mismo.Pero eso no era lo peor. Lo peor era que su vecino no lo conocía.

martes, octubre 23, 2007

INCLINO MI CABEZA

Inclino mi cabeza para pensar el día
Detestados rincones de razón
con luz espúrea y amorosa muerte
los entreabro
palpita el entretiempo de mi espera
mi entrelazado son y su instrumento
mi entrepierna también
se purifican

Acometo y agobio mis ideas
las asalto
casi a paso de preso en el espacio
que delimita el sol en el sangrado
y consagrado piso de la celda

Mi corazón se inclina mi cabeza
se inclina el instrumento
de mi amorosa muerte se desata

casi a paso de preso me persigo
permanezco un instante en el espacio
que delimita el son desconocido

Ah pensamiento amor sin tu artificio
qué quedaría del ser en que persisto?

miércoles, octubre 17, 2007

DACTILOGRAFÍA

No está mal, no?, que un blog me acompañe, a manera de diario. El punto es que siento que todo lo que escribo es un fiasco. Pienso en mandar el blog a la concha de su madre, deshacerme de él, suprimirlo, pero necesito un instante nada más para entender que, de hacerlo, de todos modos seguiría escribiendo en cuadernos que luego van llenar cajas que luego habrá que guardar en lo alto del placard, bien atrás, para que no jodan cuando uno busca otra cosa.
Entonces? Qué? Entonces prefiero almacenar esto virtualmente, aunque lamento y extraño el acto mecánico de escribir a mano. Pienso que (y esto se me está ocurriendo ahora) el hecho de escribir en un teclado me obliga a pensar más en lo que escribo; en cambio la escritura manuscrita guarda una relación directa con ese yo que no soy yo, o en todo caso que es mi yo más instintivo; con ese yo que surge, cuando escribo, y también guarda relación con lo anterior, con el pasado (porque uno aprende a escribir a mano a partir de los tres o cuatro años y ésa es, junto con el dibujo, una de las primeras herramientas que uno encuentra para indagarse, pensarse, conocerse, en cambio en mi caso el aprendizaje del manejo de un teclado comenzó a los quince o dieciséis años en un curso de dactilografía que dictaba un hombre gordo llamado Cortegoso. Ese hombre tenía un cargo, en el colegio al que yo asistía, cargo cuyo nombre siempre me pareció curioso: Prefecto de disciplina. En ese entonces yo no sabía muy bien lo que era un prefecto –ahora tampoco lo sé con certeza, pero voy al diccionario y ahí aparecen floridas definiciones- y me gustaba repetir en soledad las tres palabras: “Prefecto de disciplina”, “Prefecto”, porque, sin dejar de sentirlo de manera irónica, para mí el nombre tenía algo de título nobiliario, algo de extraño, algo que yo de algún modo agradecía porque era un condimento más que aderezaba el día).
Ahí aparece ese yo del que hablo más arriba. Comienzo a escribir para hablar no sé de qué; luego, a medida que la escritura avanza, veo que quería hablar de esa idea que tuve esta mañana: suprimir el blog, deshacerme de él, pero eso de inmediato me hace pensar en mí, escribiendo en cuadernos, en papeles, y resulta bastante natural que esa imagen me lleve a hablar de la escritura misma, o sea del acto mecánico de escribir. He ahí mi tema, me digo. Lo que me obsesiona es la escritura. Pero no preví que, amparado por un paréntesis, iba a aparecer de pronto Cortegoso, el taller de dactilografía que él dictaba (para el que había que quedarse después de clases dos veces por semana) y el recuerdo que tengo de mí mismo, en esa época. Eso, ese recuerdo, lo acerca a mi escritura el yo instintivo, ese yo que necesito que aparezca, cuando escribo, porque si no, para mí, escribir, no tiene ningún sentido.
Cortegoso era obeso, como dije, se peinaba a la gomina y recuerdo que le gustaba el fútbol. Lo recuerdo por un hecho secundario. Mi compañero de banco, Mariano Biglia, intercambiaba con él videocasetes que contenían, no sé, todos los partidos de Boca del año 85, digamos (a mí nunca me interesó fervientemente el fútbol, como espectador; sí jugaba, y creo que no jugaba demasiado mal, cada vez que se armaba un partido en el colegio).
Ya no sé qué es lo que estoy contando, pero quiero decir que Cortegoso, en las clases de dactilografía, se esmeraba de corazón para lograr que nosotros aprendiéramos a poner los dedos correctamente encima de las teclas.
-A S D F G, Ñ L K J H –repetía mientras los que estábamos ahí (el curso era opcional, así que si uno estaba ahí era porque quería) llenábamos hojas y hojas de ejercicios, aporreábamos las máquinas sin pausa.
No duré un año en ese colegio. Era un colegio privado, religioso, y mi vieja ya no podía pagarlo o le costaba mucho. Pobre, mi vieja. Lo cierto es que hubo que tramitar el pase antes de fin de año y de la noche a la mañana yo me vi en el aula de un colegio estatal, con nuevos compañeros y el recuerdo, entre tantas otras cosas, de un hombre gordo llamado Cortegoso que me dijo un par de veces: “Kuy, hay que insistir, hay que insistir”. Si de algún modo, algún día, él llegara a recibir este mensaje, quiero que sepa que le estoy agradecido.

Otro día voy a seguir con ese tema, con el tema del estudio en esa época. Tal vez cuente cómo pasé, de pronto, de ser un buen estudiante que obtenía notas honrosas, a ser uno de los peores estudiantes de la clase y a encariñarme demasiado con la calle, la música de blues y el vino tinto.

lunes, octubre 15, 2007

LO FANTÁSTICO/ LA MEMORIA/ JOHN HOWELL

"Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego secreto, la guardo casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos personas diferentes hayan aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la poesía. (...) he pensado que me gustaría hablarles concretamente de literatura, de una forma de literatura: el cuento fantástico.
Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.
Si quieren un ejemplo para salir un poco de este terreno un tanto abstracto, piensen solamente en eso que utilizamos continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos va a dar las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales frente a los cuales se detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria que nos define como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió pensarlo, pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que le da la gana: sobre la cual no tenemos ningún control.
Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico, en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que posee una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las irisaciones de las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las experiencias de la vida están presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que todos nosotros seamos como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella quiere.
Para completar el ejemplo si cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su memoria activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los que de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de ser un músico profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silbar ese tema y, sin embargo, si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga el disco con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo continuará. Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos, conocemos ese tema porque lo hemos escuchado muchas veces, pero activamente, positivamente, no podemos extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo que hemos visto, oído, vivido.
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo que ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una de las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como Francia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en la Argentina... ha habido esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través del cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la literatura moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho menos conocido.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
(...) Elijo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya historia, resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto, las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en el momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a veces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.
Si les he contado muy mal este cuento es porque me parece que refleja suficientemente la inversión de valores, la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en mi vida propia.
Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos banal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell”. ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que me hagan."
FIN JULIO CORTAZAR

sábado, octubre 13, 2007

EL HOMBRE QUE IMAGINA

Las imágenes frágiles, los días
desprovistos de amor, deshabitados
son las casas precarias y vacías
en las que vivo tiempos incontados.

En ellas, en las casas, me adormezco
y en cada habitación busco un abrigo
que no me desagrade; que merezco
tan sólo por querer estar conmigo.

Así voy descubriendo, mientras pasa
la vida, sin que yo repare en ella,
a cada paso una incesante casa
que guarda el recorrido de mi huella.

Y en cada habitación hay una espera
y en cada espera un hombre que imagina
que todo lo que es mágico termina
y agota por lo tanto mi quimera.

Y de pronto es así, desaparezco:
las frágiles imágenes, las cosas
que obraban esas casas prodigiosas
son algo que no soy,que no merezco.

Ya no merezco ser porque no quiero
toparme con el hombre que me espera
en cada habitación. (A su manera
ese hombre es mi solaz y mi loquero.)

Cómo puedo evitarlo? Cómo puedo
hacer que también él desaparezca?
Lo ignoro; él es el límite del miedo
que hace que en cada casa me adormezca.

viernes, octubre 12, 2007

ESPAÑA, A FULL





Qué son esos acordes, vida mía?
(Ése es el año en el que yo nací.)
Qué pretendía Paco de Lucía
tocando esa guitarra para mí?

A LOS QUINCE AÑOS NO SE SABE MÁS





A los catorce o quince años, yo escuchaba mucho la radio, por la noche. Solía oír algún programa hasta la madrugada. Después, apagaba la radio y escribía. Y qué escribía, yo, a los catorce o quince? No sé, y eso no importa ahora.
UNa noche, tal vez echado en el suelo, a oscuras, cuando mi habitación era mi mundo, apareció en la radio esta canción, esas voces cantando en catalán. Esas voces...
Yo pensaba, a mis quince, adónde está el amor, mi amor, adónde.

No sé si ahora estoy envejeciendo o volviendo a aquella adolescencia, pero no logro escuchar esta canción sin colgarme, de nuevo, como entonces.

Me bastaban esas tres frases hechas,
que entonaba aquel trasnochado galán,
de historias de amor, sueños de poetas,
a los 31, no se sabe más.

LORCA, EN ESA VOZ

lunes, octubre 08, 2007

UN TAL ROBERTO BOLAÑO

Y para el que no quiera tanta muerte, le regalo este video de Bolaño.

Es una buena entrevista. Dura casi una hora o,

lo que es lo mismo,

un termo y medio de mate.








TEARS IN HEAVEN

Yo escuchaba esta canción con un hombre llamado Luis. Es una historia larga, que no voy a contar ahora, pero lo cierto es que ese hombre creía que era mi padre. EScuchábamos a Clapton en silencio, en la casa de Luis, mientras sus perros (tenía tres) se echaban a dormir a nuestros pies y la mujer de Luis nos preparaba mate en la cocina.
Luis me contaba que Clapton compuso el tema para su hijito muerto, su hijito que murió a los cuatro años al caerse de una ventana...
Terrible.
Desde entonces, esta canción es para mí un instrumento extraño; la escucho no sé por qué, me atrae.
Hay una extraña belleza que nace del dolor hecho sonido. Del dolor y el asombro.
Qué es lo que hace Eric Clapton?
Me hipnotiza?
Me hipnotiza esa voz,
esa música suave,
su palabra?

No lo sé.
No lo sé.

Sólo sigo escuchando

más

y más.




jueves, octubre 04, 2007

LA BÚSQUEDA*

*(El siguiente texto lo publiqué hace años en una revista y durante mucho tiempo fue algo así como mi carta de presentación. Después, me olvidé de él, pero ahora sentí ganas de postearlo.)


Me sucede en mañanas como ésta, una mañana de las últimas de marzo con sol y sin calor sobre la calle. Sucede que despierto de otro modo, enamorado de la vaguedad y del arbitrio azaroso con que acontecen los hechos, los íntimos avatares de las cosas. No sé. Es un deseo, una necesidad de andar liviano, de buscar ropa vieja en el placard, ropa que ya no uso pero que en otro tiempo usaba demasiado, tomarme luego unos quince o veinte mates y aparecer por fin en la ciudad, salir a Buenos Aires a buscar los símbolos y vestigios de una edad que ya no puede, no, ser mía de nuevo. Infancia. Salir a buscar infancia. Necesito ir en busca de mi infancia en las mañanas claras como ésta.
Sé dónde puede estar, aunque no puedo saber a ciencia cierta que en efecto va a estar ahí.
Puede estar, si la busco, en plaza Almagro, la plaza donde a los once o doce años (recuerdo que entonces iba a sexto grado) yo entraba como a un refugio luego de haberme rateado del colegio. No sé por qué lo hacía. Sólo sé que a partir de una mañana lo hice, evité ir al colegio y caminé, metido en ese blazer caluroso que mi madre meticulosamente expurgaba de pelos y pelusas, al azar por las calles de mi barrio y de modo natural fui a dar ahí, por Salguero llegué a la plaza Almagro y pisé sus diagonales y su césped, la recorrí despacio hasta aburrirme y terminé sentado en una hamaca, sumergido en un leve balanceo, sin comprender muy bien por qué era que había hecho eso, por qué había faltado a clases, pero sabiendo desde el mundo de mi alma que estaba bien así, que lo necesitaba, que precisaba hacer algo diferente y que era ésa, sí, la diferencia: ir a la plaza Almagro, al arenero de la plaza Almagro, a sentarme indolente en una hamaca, en su vaivén apenas perceptible y a contemplar el vértigo de autos que, sobre Perón y Bulnes, calles como otras tantas de mi barrio, bullían otorgando movimiento al paisaje de aquellas, mis mañanas. Ése, sí, fue mi reino durante algunos días.
Durante varios días acudí en las mañanas a la plaza Almagro, cargando con mi mochila y con mi culpa pero olvidándome de ellas a la hora de sentarme y ver los autos; fue allí, supongo, sentado en esa hamaca en movimiento en mitad del arenero aún desierto pues era muy temprano todavía para que comenzaran a inundarlo las risas y las voces de otros chicos, fue en ese sitio tal vez donde nació el poema, donde me sumergí dentro de mí por vez primera y escuché la canción, su dulce música, la endemoniadamente tentadora música que hacía que faltara, que evitara ir al mundo del colegio para permanecer dentro de mí.
Esas mañanas fueron, en conjunto, la primera ocasión en la que interrumpí la vida para empezar a estar en ella de otro modo, sumido en el vaivén de aquella hamaca, enamorado de la vaguedad, del arbitrio azaroso de los hechos, los íntimos avatares de las cosas...
Voy en busca de mí. salgo a la calle.

martes, octubre 02, 2007

PACO IBAÑEZ

No, a la gente no gusta que

un tenga su propia fe.