Si alguien le hubiera dicho que, en unos meses, iba a estar atendiendo un kiosco, viviendo prácticamente todo el día en el trasfondo del kiosco, sentado ante la PC, elaborando crónicas inútiles, crónicas referidas a su experiencia cotidiana, a Zárate, al trato con la gente zarateña, los vecinos del kiosco, los clientes, la numerosa familia de su novia; si alguien, un tiempo atrás, le hubiera dicho que iba a pasar así sus tardes y sus noches, él, al oír aquello, se hubiera sorprendido demasiado.
Pero no. Nadie se lo había adelantado, sencillamente sucedió de pronto. Una noche, al volver del trabajo, su novia recibió una llamada telefónica, habló durante unos veinte minutos mientras él la miraba indiferente, como un mudo testigo de la realidad, un testigo que parecía no querer hacer nada para intervenir en ella, y cuando al fin Clara colgó, él supo que ella lo había dispuesto todo para que partieran a Zárate en no más de cuarenta y ocho horas.
Era cierto que Clara lo había interrogado respecto del viaje. Le había dicho:
-Le digo a mi mamá que compre el kiosco?
Y también era cierto que el había contestado:
-Sí.
Pero había dicho Sí como quien dice No, no se había detenido a meditarlo; de pronto, mientras Clara le hablaba, él sintió o entrevió, como en un fogonazo, la imagen de un hombre sentado en la trastienda de un kiosquito, pegado al monitor de la PC, escuchando de fondo Para Elisa, escribiendo, escribiendo en tanto afuera cae la lluvia, interrumpiendo a veces la escritura porque alguien toca el timbre y hay que salir a vender un Philip Morris de 10 o un Baggio de manzana, ese tipo de artículos y cosas que las gentes procuran en los kioscos (suburbanos o no) de Buenos Aires.
Pero, qué había de él, de él, de ese él que era él cuando escribía, cuando dejaba aflorar, al escribir, su parte, su perfume más sincero. Eso no lo sabía, porque ahora estaba oyendo hablar a Clara que le hablaba de planes y proyectos, de una vida en común, de cosas prácticas, y mientras las palabras de Clara iban formando aureolas de color en el ambiente, decorando el devenir cercano de un florido futuro promisorio, él sólo podía pensar en las palabras, en las palabras que podría escribir sentado en la trastienda del kiosquito, pegado a la PC, rumiando solo.
O sea: solo.
Solo.
Como siempre.
(Aunque el reptil tenaz de la escritura se colara entre todos esos verbos, tensando la canción de la mudanza, arrumbando los muebles y las cajas rebosantes de libros y sartenes, durmiendo entre las bolsas de consorcio repletas de bombachas y cuadernos, respirando entre todas esas cosas que aparecen de pronto en las mudanzas y que uno creía perdidas para siempre: un librito de Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo, que reúne su obra poética completa, un soneto ancestral que habla de Dios (o de dios, como quieras), unas cuantas revistas pornográficas, una flauta marrón y blanca, dulce, con estuche, una foto de un chico en el zoológico, en Junín, se trata de una foto en blanco y negro y el chico está sentado entre su madre y un tipo llamado Gustavo, que era entonces la pareja de mi vieja, es decir de esa mujer hermosa, de blusa blanca y pantalón con patas de elefante, anchos en los tobillos, como se usaban antes, que era la madre atenta, cuidadosa, de ese chico que fui; en fin, esas cosas extrañas pero propias que el trajín de la mudanza exhuma, las devuelve a la luz, las incorpora al mundo cotidiano. Y el mundo cotidiano ahora es acá, transcurre en Zárate, en un kiosco o mejor: en su trastienda, mientras suena de fondo Para Elisa y yo no hago otra cosa que escribir.)
lunes, diciembre 10, 2007
LA MUDANZA
Por Pedro Kuy en 2:16:00 p. m.
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3 comentarios:
Que lindo pedro. Que, que, lindo.
me ha encantado.
un abrazo
;-)
Que terrible escuchar "Para Elisa"!
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