lunes, enero 21, 2008

MISHIMA

Yo estaba en el baño, sentado en el inodoro, cagando, hojeando viejos números de Ñ. Clara se dedicaba a cocinar, a tres metros de mí, del otro lado de la puerta. De pronto empezó a decir: “Mishima”, que es el nombre de nuestra gata. “Mishima”, repetía Clara. “Mishima!” “Qué pasa.” “Pedro, no encuentro a Mishima.” Tiro los números de Ñ en un rincón del baño, me lavo, en el bidé, el culo, me pongo un short y salgo a ver qué pasa.
Vivimos en un cuarto piso. En un ambiente que está regularmente sucio. El ambiente se prolonga en un balcón y a través del balcón, a lo lejos, se puede ver el río. Si la gata no estaba adentro, podían haber sucedido dos cosas: se podía haber caído (Clara me aseguró: “El gato, si se cae de un cuarto piso, no se mata”) o bien podía haber saltado al balcón del vecino. (Esta última hipótesis era la más factible, porque, pese a que Clara y yo nos hemos esforzado atando rejas ingentes a las barandas del balcón, poniendo esteras de mimbre entrelazado, acumulando sillas, bicicletas y recurriendo a toda clase de artilugios para que Mishima no consiga hallar un hueco por el cual saltar al balcón del vecino, que es fóbico a los gatos, Mishima salta igual, Mishima gana.
Bueno, la cuestión es que Clara y yo alteramos y dimos vuelta el departamento buscando a la gata hasta en los sitios más insospechados (debajo del motor de la heladera, en la parte de atrás de la mesada, en el horno), pero la gata no estaba en ningún lado.
“En ningún momento abriste la puerta del pasillo?”, le pregunté a Clara repetidas veces. “No”, respondía Clara. “Segura?” “Segura.”
“Entonces, una de dos –dije-: o se cayó o la tiene el vecino.”
Salimos al balcón, a ver. La persiana del balcón del vecino permanecía cerrada, imperturbable.
“Ay, Pedro, cómo la va a tener el vecino” me reprochó Clara.
“Y entonces cómo es que no la vemos reventada en el piso” dije lógicamente mientras, asomado, con una mano en la baranda del balcón, le señalaba a Clara con la otra el piso inmaculado de la planta baja.
“Si la tuviera el vecino –dijo, también lógicamente, Clara- la escucharíamos maullar.” Y eso era cierto; la acústica de este departamento es tan sinuosa que yo puedo saber, por ejemplo, cuál es la música que escucha habitualmente mi vecino o cuáles son las noches venturosas en las que la mujer de arriba llega al coito.
Era muy raro que ahora no se escuchara nada, ni un maullido.
“Mañana –dije- va a haber que hacer una guardia para vigilar al vecino, a ver si sale con alguna bolsa, y también hay que ir a revisar la basura que tira.”
“Ay Pedro, cómo la va a matar! Por qué tenés que tener siempre esas ideas siniestras” dijo Clara.
“Sólo prefiero no omitir esa posibilidad” repliqué.
Era tarde. La una de la mañana, más o menos. Yo, a esa altura, pensaba que ya no vería más a Mishima y que ésa sería una pérdida más entre las pérdidas de la vida. Además, necesitaba tomar mate, así que decidí resignarme e ir a poner la pava a calentar.
Había agarrado el cuaderno, el cuaderno en el que escribo esto, y había garabateado unas palabras, buscando lo que busco cuando me pongo a escribir: que mi universo personal, fatídico, se convierta en un entorno interesante.
Entonces, oí los maullidos, vaguísimos, lejanos, pero audibles, audibles al menos para mis oídos ya que cuando llamé a Clara para que los oyera, ella no consiguió escuchar nada nada.
“Escuchá, pero escuchá” le decía yo. Ella abría bien los ojos, atenta. Luego empezaba a negar con la cabeza.
“Si estoy empezando a tener alucinaciones auditivas –dije-, esto está más complicado de lo que pensaba.”
De todas maneras, la audición de los aullidos por mi parte, era bastante irregular, espaciada. Yo no podía escribir: me imaginaba al vecino agarrando a la gata del cuello, apretándole el cogote para que no hiciera ruido. (Sí, sí, Clara me lo había dicho: Por qué tenía que tener siempre esas ideas siniestras?)
En un momento en el que yo estaba alejado del balcón, vertiendo la yerba seca dentro del mate, Clara vino corriendo a mi lado.
“Pedro, está en el departamento de al lado!”
Clara corrió hacia el balcón y yo corrí tras ella. Vi que hacía un gesto silencioso con la mano, mirando hacia la zona del balcón del vecino; giré la cabeza y estaba ahí, Mishima, con la mitad delantera del cuerpo colgando de un ventanuco, un ventanuco abierto hacia el vacío, más allá y por encima del balcón. “Debe ser la cocina del vecino”, pensé. Mishima quería saltar del ventanuco al balcón pero evidentemente no hallaba un buen sostén para sus patas, porque las estiraba al cielo, rasguñando en el aire, y resbalaba.
“Yo no quiero mirar” dijo Clara y se volvió hacia mí, temblando, con los ojos clavados en el suelo. Mishima, en ese momento, echando todo el cuerpo hacia delante, pudo encontrar un buen punto de fuga y se precipitó, saltó al balcón. Y después, de balcón a balcón, llegó a nosotros.
Ahora duerme, en la cama, a los pies de Clara.
Comienza la madrugada.
Voy a quedarme mirándolas un rato.
Este silencio empieza a hacerme mal.

jueves, enero 17, 2008

Ceniza ceniza
de nuevo ceniza
la risa la casa
la cara de ella