martes, mayo 27, 2008

La nada cotidiana

Vengo de una entrevista de trabajo. El encuentro tuvo lugar en una agencia de trabajo o consultora. Llegué temprano y me senté a esperar, solo, en una sala vacía, sin ningún libro ni diario ni papel en el que pudiera entretener los ojos. Entonces, para mejor esperar, hice lo que hago siempre en estos casos: crucé una pierna sobre otra, posé las manos encima de las piernas, cerca del sitio cálido del sexo, ladeé apenas la cabeza hacia la izquierda y comencé a decir, muy despacito:

"Eche veinte centavos en la ranura.
A pesar de la sala sucia y oscura
de gentes y de lámparas luminosa
si quiere ver la vida color de rosa,
eche veinte centavos en la ranura."

O sea el poema de González Tuñón que acude a mí cuando estoy solo o triste o cuando, como ahora, sencillamente tengo que esperar. Así hubiera podido seguir durante horas, porque en esos momentos de reposo una especie de autismo favorable se adueña de mi cuerpo y de mi mente y empiezo a fantasear, a recordar... Pero alguien se detuvo tras de la puerta de vidrio que remitía a la calle, era una chica, me miraba, tocó el timbre y me seguía mirando. Como no había nadie cerca que pudiera abrirle, de pronto me asaltó la duda: "Tengo que pararme, abandonar mi extática postura, mi cabeza ladeada, el poema suavecito de Tuñón...?" Decidí que no. Un momento después, sonó una chicharra estrambótica y la chica que me miraba empujó la puerta. Se sentó cerca de mí. Le dije Hola. Ella me saludó y empezamos a andar a los tropiezos dentro de una conversación sin sal ni azúcar. Entonces, cuando ya todo parecía perdido y Tuñón se había esfumado con sus versos, llegó ella: una gorda muy rubia y muy amable que se escondía detrás de unos anteojos negros. Cuando se sentó, escupió: Yo te conozco. Dado que no podía verle los ojos, claro, cómo podía saber si se dirigía a mí. Le miré los anteojos: Yo sé que te conozco de algún lado, dijo. Puede ser, anduve por muchos lados, repliqué. Sí, pero de dónde, de dónde te conozco.
Así, en esa tesitura de encuentros y de murmullos fue pasando el tiempo de la mañana, el mediodía. Nos hicieron una entrevista a los tres juntos. Yo solté un par de chistes fáciles y todos nos reímos. Al salir, la rubia volvió a decir: De dónde, de donde te conozco? No sé, pero hacé memoria y si nos vemos de nuevo, me decís, dije.
Y empecé a caminar solo otra vez y me metí en un cyber, me senté ante teclado y empecé a escribir esto. Por qué. Para ver si me saco de encima esta mañana, haciéndola otra vez y de palabras. Para entrar al lugar en donde estaba, donde Tuñón se acerca y me reclama.

martes, mayo 20, 2008

Oh melancolía

En Zárate, en un cyber.
No tener Internet en mi casa es una de las peores cosas que me pasa.
Antes, en otro tiempo, yo tenía Internet a mano, al alcance de mis pasos en la noche, al alcance de mi mano en la mañana, y podía escribir lo que se me antojase, en tanto lubricaba mi interior con mate amargo o con un vaso de Fernet con Coca. y todo era precioso en ese tiempo, y existía una dulce melodía que susurraba en mis oídos cosas, y nada me alejaba de mi sueño.
Ahora, no.
Ahora no tengo Internet en casa y he pensado, por eso, en suicidarme.
En realidad no he pensado en suicidarme pero sí me gusta escribir que he pensado en suicidarme. Y la puta verdad es que no tengo Internet en casa. Eso se debe a que no tengo casa. Ahora, esto último, el hecho de no tener casa, sí sería en todo caso un buen motivo para pensar en suicidarme. Pero, ya lo ves, en lugar de suicidarme, vengo al cyber, escribo que he pensado en suicidarme y cada vez que hago alusión a la muerte, la muerte, en cierto modo, me sucede.
Mientras escribo, entonces, rodeo con mis brazos ese halo que la muerte establece en torno a mí, y me suicido. Ando por esa landa peregrina que me habla del amor y de la vida, la muerte. Quiebro mi condición de ser humano a cambio de su beso momentáneo. Y en esa dulce muerte me cobijo, desprendido de mí, de lo que creo.